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El independentismo catalán se ha enredado en la táctica a emplear para desconcertar al Estado, y ha acabado haciendo bueno a Rajoy. Se ha empeñado en sorprender con sus jugadas a los extraños, y ha terminado confundiendo a los propios. Ha creído estar en posesión ... de una astucia sin límites, y ya no sabe cuál ha de ser su estrategia. Se ha jactado de que los demás no llegaban a comprender lo suyo, y ahora es el independentismo quien se encuentra a falta de identidad. En el plano político e institucional, hay un ultimátum del Gobierno central con doble vencimiento: el lunes 16 a las 10 horas para que el presidente Puigdemont aclare de qué va su declaración del pasado martes, y el viernes para que desmonte todo artificio contrario a la legalidad.
La eventual aplicación del 155 formaba hasta ayer mismo parte del horizonte deseado por la exaltación secesionista. Parecía que no podía pensarse en una plataforma de lanzamiento más idónea para la república catalana que la carga reactiva que conllevaría una intervención general del poder central sobre las instituciones autonómicas. Pero ya no está claro que tal supuesto quede fuera de la normalidad. De tanto mencionarse el hipotético recurso al artículo 155 de la Constitución, éste ha pasado a formar parte de lo posible, y a reducirse el dramatismo con que se presentaba un supuesto tan abierto a la intervención del Estado constitucional.
Pasado mañana el Gobierno de la Generalitat deberá responder al requerimiento de Rajoy. Es posible que se esté enredando en cuanto a la táctica a emplear para sortear el emplazamiento. Porque a eso remiten las cuitas entre los partidos independentistas -ERC, PDeCAT y la CUP- trufadas con la influencia de la ANC y de Òmnium Cultural. Claro que el mínimo común múltiplo del independentismo no da como para operar en un escenario tan comprometido, en el que de pronto muchas atribuciones de la Generalitat podrían acabar en manos del Gobierno Rajoy sin que la resistencia secesionista se vea capaz de hacer nada para remediarlo.
Es muy probable que el independentismo catalán trate de preservar su unidad al límite de su inacción. Que intente mantener una anuencia partidaria y social suficiente como para sortear las encrucijadas del momento. Recuérdese que la adhesión masiva a la ‘estelada’ es muy reciente. Como de cinco años hacia acá. La efervescencia independentista ha desbordado muchos diques sociales, antes de enfrentarse a la contención del Estado de Derecho. Pero el desconcierto ha vuelto al campo del independentismo, que se muestra incapaz de reafirmarse con una única estrategia en pos del ‘estado catalán’, de la ‘república catalana’.
La táctica independentista de adelantarse al Estado de Derecho gestando escenarios imprevistos -como la amplia extensión plebiscitaria del 1 de octubre- no da para mucho a la secesión. Vale únicamente para constatar la persistencia de sectores movilizados a favor de un estado propio. Fenómeno que se viene abajo cuando las incertidumbres afectan al ámbito de la economía, y nadie es capaz de asegurar la continuidad del beneficio social.
Pongamos que el independentismo no sabe, a ciencia cierta, cómo comportarse ante un fenómeno paradójico: la concentración de miles de personas con banderas españolas en Barcelona, cuando anunciaba la desconexión respecto al Estado constitucional. Una concentración ‘unionista’ que interpela al secesionismo como causante de la rebelión. Es lo que demuestra las dobleces de la táctica, los límites del juego de oportunidades, la incapacidad de un poder autonómico para erigirse en un poder independiente. Ya no es posible que una jugada táctica -mal llamada de estrategia- desbarate la confrontación entre el Estado constitucional y la improvisación de una realidad paralela para Cataluña. El independentismo no se enfrenta solamente al ultimátum de Rajoy. Se enfrenta a ese otro ultimátum que interpela a sus variados componentes partidarios -ERC, PDeCAT y la CUP- y al dictado de la ANC y de Ómnium Cultural.
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