En el último Deustobarómetro hemos introducido una nueva pregunta que trata de dar respuesta a una inquietud que viene dándome vueltas en la cabeza desde que leí el artículo de Fernando Vallespín ‘La catástrofe de Babel’ que versaba sobre la falta de coherencia de los ... significados políticos. Comparto con el autor que no se está hablando de lo mismo cuando se mencionan palabras tan poderosas como legalidad, legitimidad y democracia, y que ello supone serios problemas para el entendimiento, no solo de las partes, sino también de quiénes observan.
Las razones del desencuentro y la falta de diálogo político son, sin duda, varias: históricas, económicas, jurídicas, sociales, ideológicas, identitarias e incluso personales. En el plano jurídico no podemos pasar por alto el recorrido vivido por la reforma del Estatut de Cataluña y las sentencias del Tribunal Constitucional. A nivel social, no debemos olvidar la incidencia del movimiento ciudadano que año tras año ha venido manifestándose de forma cívica y pacífica los 11 de septiembre hasta alcanzar su máxima expresión el 1 de octubre y los días posteriores. Desde un punto de vista económico, el agravio que Cataluña siente con respecto a la política fiscal explica muchas de las decisiones que en los últimos años ha tomado parte de la clase política catalana, pero también ha tenido su influencia el 3% en Cataluña, la crisis económica de los últimos años y los casos de corrupción política en el seno del PP. Identitariamente no podemos hablar de identidades enfrentadas, sino más bien de una rica diversidad social que ha pretendido polarizarse y simplificarse y, por último, a nivel personal, es indudable que no ha habido conexión ni entendimiento entre Puigdemont y Rajoy.
Todos estos y muchos más son elementos que deberíamos tener en cuenta a la hora de tratar de explicar cómo hemos llegado a una de las crisis políticas e institucionales más graves de la historia reciente de España. Una de las claves es, precisamente, la falta de entendimiento provocada por la incoherencia en la atribución de significados políticos que condiciona la interpretación de los acontecimientos, permea sensibilidades y emociones y está entorpeciendo mucho la posibilidad de alcanzar mínimos consensos al favorecer una política de bloques enfrentados en Cataluña. Dos bloques que han ido creciendo y cristalizándose sobre todo estos dos últimos años y que han llegado a su cénit en esta campaña electoral que está a punto de terminar. Todos los sondeos apuntan a que la participación va a ser incluso más elevada que la de 2015, que ya alcanzó el 75%, y que el electorado se va a situar en esos dos bloques ajenos, distantes y situados espalda con espalda. Dos bloques que ni siquiera son coherentes ni unitarios internamente, donde persisten divisiones de carácter ideológico y estratégico. La gobernabilidad va a ser difícil de conseguir en este contexto de marcado carácter plebiscitario donde, de hecho, el plebiscito lo que ha hecho es ocultar la pluralidad política e ideológica que hay en Cataluña y que trasciende el sí o no a España.
Nuestro último Deustobarómetro medía la percepción que la ciudadanía vasca tiene ante dos realidades: el referéndum del 1 de octubre y la aplicación del artículo 155 de la Constitución. Las personas encuestadas debían señalar si consideraban que esos dos hechos eran legales, legítimos y democráticos. La respuesta hallada viene a confirmar nuestra hipótesis: la democracia se relaciona con la legitimidad y no tanto con la legalidad, al menos en el caso de Euskadi, y me atrevo a añadir que en la Cataluña soberanista está ocurriendo algo similar, con el añadido de que allí, además, existe una doble legalidad (la considerada propia y la percibida como ajena, caduca o incapaz de atender o resolver los problemas). Mientras que en gran parte de España existe un sentir que relaciona la democracia con la legalidad vigente (Constitución de 1978 y estatutos de autonomía). Por ese motivo, cuando una parte y la otra afirman que algo es o no es democrático le están otorgando un significado completamente distinto e incluso opuesto.
Es clara la distinción entre la legitimidad y la legalidad y es un hecho que no van siempre de la mano, algo puede ser legal y no legítimo y a la inversa. La cuestión se complica cuando le quitamos a la democracia el elemento de legalidad, porque tanto la democracia como el Estado de Derecho se asientan sobre el imperio de la ley. Mientras no seamos capaces de articular una coherencia en la atribución de significados en esta crisis política e institucional va a ser muy difícil salir de ella y, sobre todo, va a ser muy difícil que el diálogo se asiente como la práctica normalizada que debiera ser.
Podríamos empezar por reconocer que parte de esta legalidad no es vivida como legítima por una amplia mayoría de la población y demandar a los partidos políticos y a las instituciones que pongan los cauces para que la legalidad alcance mayores cotas de legitimidad y permita volver a ser un elemento clave en el mantenimiento del sistema político y del marco de convivencia. Que lo legal no se considere legítimo ni democrático (artículo 155) y lo ilegal se considere legítimo y democrático (referéndum 1-O) evidencia un modelo normativo débil que necesita ser modificado. El ideal a perseguir debiera ser consensuar una legalidad que se asumiera por su carácter legítimo y que sustentara así el modelo democrático. Una legalidad deslegitimada no necesita vencer, necesita convencer.
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