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Seis años de guerra no han podido con el presidente sirio, Bashar al-Assad. Lo que empezó como un movimiento por la reforma y por las libertades políticas, en medio año se transformó en conflicto armado y, finalmente, acabó en una guerra a múltiples bandas; ... en buena medida, una guerra de interposición entre los dos grandes poderes de Oriente Próximo: la República Islámica de Irán y Arabia Saudí; dos teocracias, la primera una república de mulás adscritos al islam chií, y la segunda, la monarquía absoluta de la familia Al-Saud, adscrita al islam suní.
Pero ha habido otros actores extranjeros en la guerra de facciones siria; coprotagonista, junto a Irán, Rusia y secundarios importantes como Turquía, Catar, Emiratos Árabes Unidos o Estados Unidos, que han alimentado militar y logísticamente al Ejército Libre Sirio y a una miríada de grupos yihadistas. Los dos grandes, Estados Unidos y Rusia, han coordinado sus acciones militares para no llegar a choques directos indeseados. Su último pacto ha sido una sucesión de acuerdos para lograr la calma relativa de región en región, buscada en parte por la necesidad de emplear las fuerzas en la lucha contra el autoproclamado Estado Islámico, tanto en Siria como en Irak.
Cuando el frío invernal asoma por los desolados campos y carreteras próximos a las principales ciudades sirias, en manos del ejército de Al-Assad, se hace balance: en los medios de comunicación árabes se asiente que el vencedor es el eje Teherán-Damasco-Moscú. Arabia Saudí sería, por tanto, perdedora.
El eje Teherán-Damasco llega hasta Beirut, Líbano. Hace pocos días, en una intervención inusual, el presidente del Gobierno libanés, Saad al-Hariri, dimitía ¡desde Riad! El mensaje, retransmitido por la cadena saudí de televisión Al-Arabiya, fue más allá de un discurso de dimisión, pues Al-Hariri apuntó directamente a Irán, al que acusó de injerencia en los asuntos de varios países árabes, augurándole la derrota. La forma en que se materializó la dimisión levantó una polvareda política en Líbano y afloró una temida interrogante: ¿Ha comenzado Arabia Saudí a manejar los hilos de la política libanesa?
Pocas horas después de la dimisión del jefe del Gobierno libanés en la capital saudí, el príncipe heredero, Mohamed bin Salman (MBS), tan joven como audaz, aunque sin logros que apuntarse hasta el momento, lanzaba una purga sin precedentes, amparada por los decretos que su padre, el rey Salman, rubricó pocas horas antes. Ordenó el cese de varios responsables políticos claves y la detención de decenas de exministros, príncipes y varios de los hombres de negocios más influyentes del país y de la región.
MBS se ponía la frente de una comisión anticorrupción con la intención, rezaba el discurso oficial, de favorecer el clima para las posibles inversiones, árabes u de otro origen, en Arabia Saudí. Las acusaciones contra los detenidos versan, según los medios de comunicación locales, sobre malversaciones de fondos públicos. En un país en el que no existe división de poderes resulta extremadamente difícil deslindar cualquier acción gubernamental de procedimientos judiciales cualesquiera. Además, dado que los afectados son parte de la élite gobernante y económica, es imposible no ver el telón de fondo de luchas de poder intrafamiliares, consustanciales en una monarquía absoluta en la que no existe un criterio de sucesión hereditario basado en la primogenitura. MBS, el menor de los hijos varones del rey Salman, fue nombrado ministro de Defensa en 2015, y desde junio es heredero al trono. Con Salman y MBS al frente, y por comparación con el rey anterior, Abdalá, la política exterior de Arabia Saudí se ha tornado manifiestamente agresiva: guerras en Yemen y Siria, y compras millonarias de armamento.
Pero, volvamos a la crisis libanesa gestada, a todas luces, en la capital saudí. La respuesta libanesa más contundente a la estrambótica dimisión del primer ministro, Saad al- Hariri, vino hace unos días por boca de Hassan Nasralla, el líder de Hezbolá, un partido político con un potente brazo militar que ha luchado en Siria en beneficio de Al-Assad. El jeque Nasralla aprovechó el discurso de conmemoración del sacrificio del imán de los chiís, Hussein, para lanzar una diatriba muy bien articulada contra Arabia Saudí e Israel.
Nasrallah, cuyo discurso fue retransmitido prácticamente íntegro por la BBC-Árabe, afeó la conducta de Saad al-Hariri, del que dijo que no había escrito una sola palabra de su discurso de dimisión, y arremetió contra las ansias de la casa real saudí por manejar los hilos de la política libanesa, hasta el punto, afirmó, de maniobrar para lanzar una guerra contra el pequeño país mediterráneo. Añadió que el Ejecutivo libanés, del que Hezbolá forma parte, sigue en pie. Y advirtió a Israel de que no se deje arrastrar por Arabia Saudí a una guerra contra Líbano -que es como decir contra Hezbolá-, verdadero contrincante militar de Israel en su frontera norte.
Hezbolá está apoyada por la República Islámica de Irán desde su fundación en plena guerra civil libanesa. De sobra conocida es la animosidad del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, contra el país de los mulás, Irán, aunque el virulento Ahmadineyad -aquel que decía querer borrar del mapa a Israel- sea ya agua pasada y los actuales dirigentes de Teherán hayan optado por una estrategia internacional de apaciguamiento.
¿Hay que creer a Nasralla? Lo cierto es que durante el sexto otoño bélico en Siria, la guerra ha ido apagándose en los principales frentes, pero, al tiempo, se han sucedido escaramuzas en las lindes entre Siria y Líbano, y entre Siria e Israel, como hace poco en la región siria del Golán, anexionada por Israel tras la Guerra de los Seis Días. Así pues, no es descartable una guerra de interposición entre Arabia Saudí e Irán en Líbano, algo que no haría más que prolongar la zozobra en la que está inmerso el Oriente Próximo desde la primavera de 2011.
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