He sufrido dos stendhalazos en mi vida. Uno, nada original, lo viví al darme de bruces con la catedral de Florencia; el otro, cuando estuve en Marbella visitando la iglesia donde se casó Lolita, que lo cortés no quita lo valiente y que una puede ... experimentar el mismo éxtasis al ver las puertas de bronce de Ghiberti que al pisar el lugar donde se pronunció «Si me queréis algo, irse».
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Lolita, como su madre, también suelta perlas por esa boca. La semana pasada, sin ir más lejos, la Flores se volvió carnívora y se comió a Agatha Ruiz de la Prada y a José Manuel Díaz-Patón, al que la diseñadora se refiere como su «novio» (me da mucha risa oír a una adulta muy adulta decir eso, pero peor sería que lo llamara «mi chico»). Agatha había dicho que vivía «como una gitana» porque no tenía ni luz ni cocina a causa de una mudanza, y Patón remató echando más racismo al fuego. En esas estaban cuando Lolita se atusó el pelo indomable, miró a cámara y les contestó con tal poderío que demostró que, para grande de España, ella, y no la marquesa de los corazones de colorines.
El domingo, que Lolita parecía que estaba en la Semana Fantástica, salió en 'Lo de Évole'. Contó cosas que ya sabíamos, pero a Lolita siempre hay que verla. Por la voz, por los gestos y porque habla de empeñar joyas, de tener amantes y de fundirse Marbella como quien recita la tabla del uno. Por eso escribo sobre ella. Y porque me pasa como a Alonso de la Torre, que el lunes dejó dicho aquí que, aunque sabía que debía escribir sobre Trump, se bloqueaba cada vez que iba a hacerlo porque «que una persona así sea el gobernante más poderoso de la tierra me parece la culminación de la degeneración humana». Lo peor, vaya. Lolita, en cambio, es lo mejor.
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