
No tengo gafas de repuesto. Tampoco tengo una copia de las llaves en casa del vecino, ni un kit de supervivencia. Por no tener, ni ... siquiera tengo una columna en el congelador por si un día me ocurre algo que me impida enviar pescado fresco, aun sabiendo que, en este negocio, siempre hay alguien más joven y hambriento bajando las escaleras detrás de ti, que decían en 'Showgirls'. Qué quieren: es mi forma pazguata de vivir al filo de la navaja. Y la semana pasada me corté. Pero bien.
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Cuando, tras un viaje relámpago, regresé a casa, las gafas habían desaparecido. Sin ellas, de lejos solo veo bultos sospechosos, y de cerca soy incapaz de distinguir dos letras seguidas por culpa de la presbicia, esa cosa con nombre de enfermedad venérea (de mierdolina, que decía mi abuela). Así que me quedé sordociega, como Hellen Keller, porque, sin gafas, ni veo ni oigo.
Afortunadamente, a mi rescate llegaron las gafas de sol, que también están graduadas. Comencé a ponérmelas en interiores por mera supervivencia, pero terminé usándolas en legítima defensa, porque el uso de la fuerza de unas gafas de sol es una respuesta razonable y proporcional al peligro enfrentado: a la luz cegadora e insultante que entra por la ventana y te recuerda que hay vida ahí fuera, a los halagos deslumbrantes y vacíos, a la cara ojerosa y pálida que ves en el espejo. Te defienden de los demás. Y hasta de ti misma.
Las otras gafas, las transparentes, aparecieron a la mañana siguiente debajo del asiento del coche. Pero les he cogido el gusto a las de sol, tanto que no me las quito ni para darle a la tecla. «Mira, parezco Torrente Ballester», le digo a mi santo. «Más bien la Niña de la Puebla», me contesta. Ni un día sin poesía.
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