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El lamentable incidente de Mauthausen el pasado domingo, cuando una representante de la Generalitat aprovechó un homenaje a las víctimas españolas del nazismo para hablar de los «presos políticos» del 'procés', no representa una novedad absoluta en la historia de las conmemoraciones vinculadas a la ... República española. Casi siempre ha prevalecido por fortuna un sentimiento unitario, pero no han faltado ocasiones donde la lucha de símbolos dio lugar a penosos enfrentamientos. Tal fue el caso del homenaje de 1990 a Manuel Azaña en la localidad francesa de Montauban, con motivo del cincuenta aniversario de su fallecimiento. El azar quiso que el protagonismo de la celebración correspondiera a Jorge Semprún, entonces ministro de Cultura en el Gobierno de Felipe González. Su intervención parecía una ocasión óptima para que un hombre con su ejecutoria de participante en la Resistencia francesa y antifranquista procediera a cumplir el pronóstico, deseado por el propio Azaña, de que el mensaje agotado del republicanismo vencido sirviera de testigo para el relevo de las nuevas generaciones.
No fue así. Semprún asumió la postura de frío representante oficial, tanto en su discurso previo a la ceremonia en el cementerio como en el curso de ésta, como portador de una gran corona con tiras bicolores. De la República, ni el recuerdo. El malestar fue evidente y tuvo un desenlace valleinclanesco al salir Semprún y tomar la iniciativa el sobrino nieto de don Manuel, el escritor Manolito Martínez Azaña, quien arrancó las tiras bicolores de la corona depositada sobre el sepulcro metiéndoselas en su ropa interior.
Siempre en la línea de la contienda de símbolos, lo ocurrido en Mauthausen representa un paso más en la esfera de la manipulación y el olvido. Cuando visité Mauthausen a fines de los 80 tuve el honor de disfrutar de las explicaciones del cuidador hispano del campo, superviviente de su terrible estancia en lo que fue realmente un campo de exterminio por el trabajo. Miles de españoles habían dejado allí sus vidas en el marco idílico de una colina sobre la orilla izquierda del Danubio. El paisaje era bien distinto del erial de Auschwitz-Birkenau, intensificando aún más el contraste entre las imágenes de la vida en el entorno, y la muerte y la esclavitud que presidieron el funcionamiento del campo.
En 'Los últimos españoles de Mauthausen', Carlos Hernández ha recordado el juego pendular de identificación y pérdida de identidad que afectó a quienes allí fueron a parar. El régimen de Franco deseaba llevar hasta Mautahusen la negación a quienes consideraba la Antiespaña. Así que mientras polacos, ingleses o franceses llevaban un triángulo rojo, a los españoles se les fue asignado uno azul, de apátridas, pero con una 'S' que les asignaba la absurda condición de apátridas españoles. En las listas del campo la mención era más precisa: 'Rotspanier', rojos españoles. De ellos, 12.798 según el recuento de Hernández, murieron en Mauthausen o en su sucursal de Gusen, a cinco kilómetros, 8.775, más del 60%. Una base suficiente para que en todo discurso relativo al trágico episodio impere el más riguroso respeto. Es muy posible que entre los recluídos hubiera una mayoría de catalanes; entre otras cosas, ante la victoria franquista les fue menos difícil pasar a Francia por comparación con vascos, cántabros o asturianos en el 37 o para los encerrados en la Zona Centro al finalizar la guerra. Pero todos fueron en Mauthausen rojos españoles y así los recordaba nuestro guía de los años 80, por encima de los respectivos orígenes regionales.
El ministro Grande-Marlaska ha calificado el comportamiento de la representante del Gobierno Torra como «una indecencia intelectual» por interpretar la tragedia de un colectivo como si hubiera sido exclusivamente la de una parte del mismo. Es un disparate que, sin embargo, tiene viejos antecedentes. Recordemos las frases finales del tomo sobre Cataluña en los 30, parte de la 'Història de Catalunya' dirigida por Pierre Vilar, que redactó un estupendo historiador, Josep Termes: la izquierda española habría perdido la guerra de 1936-1939, mientras que allí la perdió toda Catalunya. Olvidaba así la importancia del catalanismo profranquista por las aportaciones económicas e ideológicas de buena parte de la antigua Lliga Catalanista, con Francesc Cambó a la cabeza y muchos más (Joan Estelrich, Martí de Riquer, Josep Pla, Valls Taberner). Fue clara la distancia entre el catalanismo conservador y la lealtad mostrada por el PNV y los Sota.
Pero, por encima de todo, el intento de captación llevado a cabo por Gemma Domènech resulta inaceptable desde el punto de vista moral. Resulta ridículo asimilar la situación de los independentistas hoy en prisión a las víctimas del genocidio nazi, cualquiera que sea la valoración de lo primero. Ni siquiera sería lícita la asimilación con situaciones mucho más graves de vulneración de derechos humanos. El genocidio y los crímenes contra la humanidad marcan una divisoria que todo demócrata debiera considerar como infranqueable al establecer comparaciones. Además, la ponderación ha de ser un componente capital de las valoraciones políticas. No es ilógico que una portavoz de Torra lo ignore, empeñada en hablar desde la decoración propia de un tenderete de propaganda, pero al final quien resulta dañada es la imagen del propio catalanismo. Para mártires cuenta este con referentes tan sólidos como el president Lluís Companys o el ministro anarcosindicalista también fusilado Joan Peiró. Una hermandad en la muerte injusta que alcanzó a vascos como Julián Zugazagoitia, 'Aitzol', 'Lauaxeta', y que nunca debe ser quebrada a efectos de atizar un enfrentamiento. Para el franquismo, a la hora de ordenar muertes, todos eran «rojos españoles .
Si algo se echó en falta esta vez en Mauthausen fue que el Gobierno español amparase la entrega oficial, por un superviente o sus familiares, de unas flores con la bandera de la República.
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