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El conocido dicho de que en épocas de turbación es recomendable no hacer cambios podría ser transformado en otro más activo: en época de turbulencias la actitud correcta es la de resistir. Resistir como algo activo, como nadar contracorriente, como no dejarse amilanar, ofrecer resistencia ... a la moda, a lo que impone la opinión pública y la publicada, lo política y, sobre todo, socialmente correcto.
La llamada a resistir necesita de dos concreciones para ser efectiva. Resistir a qué y resistir para qué. En cuanto a la primera concreción, resistir a qué, lo fundamental es resistir a la idea de que todo cambia muy rápidamente, a toda velocidad, que no hay tiempo sino velocidad, que el tiempo ha perdido la perdurabilidad, la duración, y sólo se vive como velocidad pura de cambio. Resistir como actitud de ver lo continuo en lo discontinuo novedoso, resistencia como capacidad de ver que, a pesar de las apariencias, hay elementos que vienen de tiempos atrás, que nunca terminamos de cerrar los libros de la historia, que nunca los siglos pasados están definitivamente liquidados.
Un ejemplo: más de uno habrá tenido en el maremoto de comienzos de siglo -es lo que la maquinaria nos hace creer- la sensación de lo que a finales del siglo diecinueve se llamó el 'espíritu fin de siècle' (la sensación de fin de siglo) de que algo se acababa, aunque no se pudiera nombrar exactamente la sensación. Quizá el único cambio entre ambos momentos de la historia, finales del XIX y principios del XXI, resida en que ahora cada día contamos con un nuevo eslogan, con una nueva palabra, con una nueva descripción de lo que ocurre, especialmente en el campo de la política. La llegada de los populismos, la democracia directa, el poder de las masas, los sujetos colectivos frente a los partidos, los movimientos en sustitución de los partidos, el poder de las redes sociales, la globalización, los nuevos localismos, la desigualdad como problema básico, las políticas de la identidad, sea cual sea la identidad de referencia, la superación del bipartidismo, todo nuevo, nada de esto ha sido nunca, comenzamos de cero. Ya no valen las viejas recetas. Hacen falta nuevos pensamientos, nuevas ideas, nuevos programas, nuevos líderes.
Y de repente todo parece muy viejo, muy gastado. Todo parece nuevo porque nos hemos olvidado de dónde venimos, hemos olvidado lo que hemos sido, hemos olvidado la historia por completo. Lo nuevo no es nuevo porque lo sea. Es nuevo por nuestra ignorancia del pasado. Ésta es la razón por la que las nuevas propuestas no aguantan ni el tiempo que necesitan para ser formuladas. Son sustituidas por otras tan novedosas como ignorantes del pasado del que provienen. Parece que todo es la primera vez que sucede, aunque lo que suceda esté previsto en una Constitución que cumple ya cuarenta años.
En estos momentos en los que parece que ha habido un terremoto en la política española -unos creen que se ha abierto la tierra y pretende tragarlos, otros creen ser los aventureros que descubren la tierra prometida- es preciso preguntarse para qué hay que resistir. Es preciso resistir para defender la idea de que la democracia, de ser algo, es el espacio de las verdades penúltimas, nunca el espacio de la verdad definitiva, de la justicia última, de la legitimidad incuestionada. Verdades penúltimas: la democracia vive de su propia imperfección, de su relatividad -todo lo contrario del relativismo-, ese es el significado de la aconfesionalidad del Estado, para nada una actitud anticlerical, antieclesial o antirreligiosa como creen no pocos.
Solo en ese espacio de verdades penúltimas es posible la libertad de conciencia, libertad que para valer para uno mismo tiene que valer para todos los demás, valor universal en cuanto debe ser predicado de todos, por lo que es una libertad limitada al no poder imponer una conciencia a los demás. Resistir para defender con todas las fuerzas esta libertad de conciencia, que implica libertad de identidad y libertad de sentimiento de pertenencia. Ésta es la base de la democracia, del Estado de Derecho, de la Constitución.
Solo en este contexto de libertad de conciencia, de identidad, de sentimiento de pertenencia es posible el diálogo democrático. Es preciso resistir al abuso del término diálogo. No se puede dialogar sin respetar las reglas del lenguaje, del que se trate en cada caso. En el lenguaje de la libertad de conciencia, del Estado de Derecho, la Constitución establece el lenguaje en el que es posible el diálogo. Ella es la gramática cuyas reglas es necesario respetar para poder establecer un diálogo con sentido. Lo demás es engaño, absurdo, incoherencia, incapacidad de superar el autismo, la autoreferencia, el solipsismo.
El diálogo democrático no es cuestión de mejor financiación ni de ocultación de una de las lenguas de sociedades bilingües: ambas rompen la lógica del sistema constitucional, niegan la libertad de conciencia, la libertad de identidad y de sentimiento de pertenencia. No se pueden negociar los presupuestos de todos para todos con arreglos territoriales, no es admisible el monolingüismo educativo o administrativo en sociedades bilingües. Una comunidad política constitucional no puede establecer bilateralidades exclusivas negando la multilateralidad, ni formas confederadas que siempre son caminos de salida.
Resistir a frases que afirman verdades a medias: es cierto que España es plurinacional, pero es mentira si se niega que Cataluña y Euskadi lo son de forma mucho más estructural que la misma España. Tan verdad es que la derecha no tiene el monopolio de la seguridad y la estabilidad como que la izquierda lo tiene menos aún de la ética y de la moral. Resistir a la política de gestos, del espectáculo, del marketing y del quedar bien. Todo esto ya está probado y no nos fue nada bien.
Aunque el Tribunal Constitucional no defienda la democracia militante, la Constitución solo sobrevivirá gracias a la actitud ciudadana de resistir contra corriente.
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