José Ibarrola

Residencias

Lo ocurrido con el Covid-19 debe bastar para replantearnos el modelo futuro de institución al que poder confiar, con garantías, a nuestros mayores

Jesús Prieto Mendaza

Antropólogo. Colaborador del Centro de Ética Aplicada de la Universidad de Deusto

Lunes, 6 de julio 2020, 22:55

Al contrario de lo que ocurre en otras culturas, vivimos en una sociedad en la que priman la juventud, la belleza y la lozanía. Si no eres joven ya empiezas a quedar 'descatalogado' en esta vida social que se ve marcada por las permanentes 'actualizaciones' ... como si de un dispositivo móvil se tratara. Si no te 'rejuveneces', si no pareces mancebo, corres el riesgo de engrosar la categoría baumaniana de «desperdicio social». Cuando hablaba de la madurez, decía Antonio Gala que nuestra civilización occidental estaba equivocada: no se trata de añadir años a la vida, sino vida a esos años. La pandemia que estamos sufriendo ha pasado, en sus días más negros, como un tsunami sobre esta locución, para evidenciar que la sociedad española no sólo no ha sido capaz de garantizar ese deseo, sino que ha permitido arrebatar a un buen número de nuestros mayores ambas cosas: años y vida.

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No pretendo exigir responsabilidades, mucho menos afirmar que se ha dejado indefensos a nuestros mayores por maldad o impiedad, pero sí deseo reflexionar sobre lo ocurrido con nuestros padres y madres. Con ellos, precisamente aquellos que nos sacaron de la mugre y los piojos durante los años oscuros de dictadura; que nos abrieron a la educación, a la luz y la libertad durante la Transición 'sin ira'; que se ocuparon de sus hijos en paro y de sus nietos durante la anterior crisis económica y que no merecían ni la agonía vivida en miles de residencias, ni una fría despedida sin llanto ni cercanía de seres queridos.

Y es que las cifras son demoledoras. Según los datos ofrecidos por el Ministerio de Sanidad, en España de los más de 28.000 fallecidos generales, 19.500 (70%) fueron ancianos en este tipo de instituciones para personas mayores. Sólo Madrid y Cataluña suman más de 10.000 en esos centros de los 14.000 muertos totales de ambas comunidades. En Aragón, triste récord, los ancianos fallecidos en residencias son el 90% del total.

Como ha afirmado la presidenta de la patronal del sector, Cinta Pascual, «se han vivido veinticinco días de auténtico infierno»: personal infectado, falta de EPIs, cadáveres sin retirar por falta de recursos de las funerarias, imposibilidad de hospitalización por el colapso del sistema sanitario… Este relato de lo ocurrido debiera ser suficiente argumento para replantearnos el modelo futuro de institución al que poder confiar, con garantías, a nuestros mayores.

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Sin ninguna duda habrá que pensar en cómo poder afrontar con garantías posibles brotes del virus maldito. Para ello no podemos evadir cuestiones tan fundamentales como contar con los suficientes recursos en los centros hospitalarios (y dar una patada ahora a los sanitarios que han luchado como jabatos durante los días más duros de esta crisis no me parece ni justo ni prudente) que permitan atender a un paciente de cuarenta años y también a uno de ochenta y a su vez dotar a las residencias de material de diagnóstico y de protección de su personal. Sin duda, la cuestión de si es mejor una macrorresidencia, con cientos de habitaciones, o una más pequeña y familiar, en la que pueda vivirse en un ambiente más íntimo y cercano, no es un tema menor. Pero a pesar de todo ello, sería un error quedarnos sólo en las condiciones materiales y humanas de un centro residencial para la 'tercera edad'.

Creo también que como sociedad hemos de plantearnos, todos, un cambio de rumbo para valorar a los mayores como lo que son, un cúmulo de experiencias con el consiguiente potencial para aportar a nuestra comunidad y no como una especie de disminuidos que han de ser aparcados en instituciones cerradas a la espera de jugar al parchís o hacer cola para el podólogo.

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Durante años también se aparcaba a los niños en 'guarderías', hasta que la sociedad tomó conciencia de la importancia educativa de las 'escuelas infantiles'. De igual manera este aspecto social y humano de las residencias, tanto públicas como privadas, nunca será posible tan sólo por la iniciativa de geriatras, gerontólogos o servicios sociales de la propia Administración, solo será posible si la sociedad cree que los mayores son parte activa y no una parte deteriorada de la misma. Pues sólo entonces se podrá valorar la pérdida de una vida 'senior' como lo que es, la pérdida de un ciudadano o ciudadana, y no como un mero 'daño colateral' de una terrible epidemia.

Decía el doctor Christian Barnard que haciendo trasplantes de corazón había salvado 150 vidas, pero que si se hubiera centrado antes en la medicina preventiva habría podido salvar 150 millones de ellas. Pensemos en ello antes de que un nuevo virus, sea éste un 'Covid-20' o el terrible virus del hedonismo, ataque de nuevo.

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