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El 'caso Julian Assange' ha vuelto a ponerse de actualidad a raíz de su expulsión de la Embajada de Ecuador y su detención en Londres. Son muchos y muy complejos los elementos que se entrelazan en el 'caso Assange'. Los amantes de los tuits encendidos ... y maniqueos han emitido ya su veredicto tajante. Así algunos políticos nos presentan el caso como «un ataque al derecho a la información», como «un día triste para la democracia» o como «una violación de los Derechos Humanos». Julian Assange sería un Robin Hood de la información, que la roba a los poderosos para difundirla entre el pueblo. Y el sheriff de Nottingham le ha echado el guante.
Yo no lo tengo tan claro. No me tiene usted que convencer de la importancia de la libertad de expresión y de los peligros graves que enfrenta en el mundo contemporáneo. Sin embargo me resisto a considerar que todo lo que se haga en nombre de la libertad o de la transparencia quede automáticamente blindado y bendecido por una suerte de patente de corso o de carta blanca que suponga impunidad.
No dudo que la labor del periodista en una sociedad democrática pasa por trabajar con información cuyo origen a veces es incierto o incluso sospechoso. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha dejado establecido que «la protección de las fuentes periodísticas es una de las condiciones básicas para la libertad de prensa». Yo mismo he defendido ante algunos gobiernos la necesidad de mejorar las normas y prácticas de protección de denunciantes. Pero el acceso a la información no puede legitimar actuaciones que sean contrarias a derecho por afectar a otros valores también importantes, como el derecho a la intimidad y el buen nombre de otros, la presunción de inocencia o la seguridad.
Como el resto de libertades y derechos humanos, la libertad de expresión no es un absoluto ajeno al control del derecho, sino un valor a ejercer y proteger en equilibrio con otros principios igualmente importantes. En el mundo real ese encaje no siempre resulta fácil, automático y armonioso.
Obtener la información sin cometer delitos por el camino o sin incitar a terceros a que los comentan es elemental. Además sería deseable contrastar las fuentes, buscar versiones contradictorias y escucharlas con ánimo de entender la complejidad de cada asunto, todo lo cual exige discreta dedicación: es una tarea más de artesano que de estrella mediática. Pero en la era de las redes sociales todo lo queremos inmediato y espectacular, sin necesidad de mucho contraste o análisis, para consumo rápido, cual 'fast food' de verdades de usar y tirar para escándalo facilón y perecedero.
Ese consumo de indignación impostada resulta muy útil a populismos de izquierda y derecha. No sorprenda por tanto que algunas izquierdas populistas, Putin y los 'brexiters' más radicales se alineen con Assange quien a su vez ha hecho lo propio con Le Pen o Trump: en esa sopa entra de todo, con la única condición de que aparente desafiar lo establecido. No parece importar cómo se consiga la información, cómo pueda perjudicar otros intereses legítimos como la seguridad nacional o con qué fines espurios pase uno así a colaborar.
Que entre estos millones de documentos compartidos haya muchos que sean de interés legítimo o incluso relevantes a la hora de revelar crímenes internacionales, no justifica la publicación en masa de otros sin las debidas garantías, poniendo en peligro vidas y colaborando activa y deliberadamente con el espionaje de países sin libertades. Tampoco justifica la conspiración con potencias extranjeras para influir en procesos electorales internos. Quien filtra o publica millones de documentos que no ha tenido tiempo material de estudiar y que incluyen información confidencial y delicada que ha sido obtenida de modo ilegal y que puede afectar a la seguridad, no me parece un periodista riguroso sino, el mejor de los casos, un vomitador de bits de información o, en el peor, un tonto útil prestándose a juegos ajenos.
Reino Unido debe optar entre la extradición a EE UU o a Suecia. El cargo americano tiene sus dificultades técnicas, dado que la conspiración tiene más limitado alcance en las islas. Pero incluye elementos que sí tienen su traslación al derecho británico, como los relacionados con los delitos informáticos.
En un caso que mezcla aspectos de seguridad nacional, ciberespionaje, tecnología, diplomacia, relaciones internacionales, libertades y derechos, de una forma tan compleja, hay muchas posibilidades de que usted y yo, que manejamos información limitada y tenemos limitada capacidad de análisis, podamos equivocarnos. Por eso conviene ser prudente y evitar los discursos altisonantes y tajantes. Nada sustituye al análisis y opinión propios, pero como medio complementario podemos observar cómo se posicionan quienes cuentan con mejor información. Cuando, ante un conflicto que afecta a la libertad de expresión, en un lado del campo de juego se posicionan Trump -que ha declarado a la prensa libre de su país como «enemigo público número uno» mientras celebraba con alharacas las publicaciones de Assange- y Putin -que elimina periodistas cuando le molestan y ahora se erige, como grosera tomadura de pelo, en paladín de la defensa de periodistas-, mientras al otro lado se posicionan algunas de las mejores democracias del mundo (no digo que sean perfectas, sólo que son mejores en la garantía de derechos y libertades, muy especialmente la de expresión), no sé a usted, pero a mí me resultaría inquietante encontrarme en el campo de los primeros.
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