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Vuelve la burbuja -inmobiliaria, claro- de tan triste recuerdo. Lo aseguran los expertos, que son quienes saben de estas cosas. Pero además lo vemos los de a pie cuando salimos a la calle y observamos que vuelven a emerger los bosques de grúas, las plantaciones ... de andamios y cartelones en las ciudades anunciando pisos, apartamentos y espacios comerciales, como si nada hubiese pasado.
Y la verdad es que sorprende esta explosión de la construcción porque, primero, aún quedan muchos millares de viviendas sin ocupar de la anterior burbuja y segundo, porque nunca deja de deprimir que la memoria colectiva sea tan flaca y que el ser humano sea tan recalcitrante frente al escarmiento. Nadie mayor de edad olvida que la durísima crisis recién sufrida comenzó justo por las alegrías de constructoras y bancos.
Es más que evidente que la construcción no debe pararse nunca. Viviendas nuevas siempre harán falta y facilidades para adquirirlas, también. Además, la construcción proporciona mucha mano de obra y mueve dinero que reactiva otros sectores de la economía. Hasta aquí nada que objetar, antes al contrario, como tampoco lo es que las constructoras aprovechen las posibilidades de obtener financiación barata.
El problema es que esto se está haciendo de manera descontrolada, sin tener en cuenta las necesidades de pisos y locales tanto en sus diferentes modalidades como lugares. Con demasiada frecuencia la burbuja pasada nos dejó promociones y urbanizaciones sin los servicios básicos, las estructuras viales o los medios de transporte necesarios. Las experiencias vividas deberían servir para que ahora algo tan importante se afrontase con mejor planificación.
La construcción es una actividad muy tentadora donde confluyen las posibilidades normales de negocio con las necesidades de la sociedad pero se ve contaminada a menudo por la especulación, las ambiciones de los ayuntamientos por conseguir más ingresos y todo ello sin desdeñar las tentaciones de corrupción que automáticamente se generan cuando se trata de recalificaciones de solares, concesión de alturas, etcétera. No se puede desdeñar un detalle cuantificable que la experiencia de estos años pasados nos ha dejado: la mayor parte de los escándalos de corrupción giran en torno a lo que acabaría convirtiéndose en la burbuja inmobiliaria de tan deplorables consecuencias. Al valorar el riesgo de la nueva burbuja tampoco habría que olvidarse de lo que ha ocurrido en otros países donde se cometieron los mismos errores.
El caso más destacable, mucho más grave que el español, se produjo en EE UU donde el estallido pronosticado de su burbuja inmobiliaria fue el desencadenante de la crisis que enseguida sacudió los fundamentos de la economía globalizada y acabamos pagándola todos.
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