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En las catástrofes del cine, como en las de la realidad, lo primero que se intenta es poner a salvo a los ancianos y a los niños. El caso del 1-O catalán supuso una grotesca excepción respecto a esa civilizada tradición. Y es que ... el simulacro de referéndum se caracterizó precisamente por lo contrario. Lo que hicieron sus responsables políticos y fácticos fue arrojar a los ancianos y a los niños al incendio que ellos mismos habían planeado con el obvio objetivo de dramatizar la prohibición expresa del Tribunal Constitucional. Conviene recordar este hecho objetivo, porque indica muy gráficamente hasta dónde se ha distanciado el secesionismo catalanista de la cordura. Se trataba de ganar, como fuera, la batalla de la imagen y de lo emocional, ya que no se podía ganar la de la razón. Y hay que decir que en las primeras horas tuvieron un éxito virtual que luego fue desinflando la realidad: aquel triste muestrario de episodios xenófobos y de alteraciones del orden público que protagonizaron esas buenas gentes que «solo querían votar».
La utilización perversa de la niñez para objetivos políticos tiene una larga colección de antecedentes en las ideologías y regímenes más tétricos. A todos los dictadores les ha gustado fotografiarse con críos en brazos o pasándoles la mano por la cabeza. El álbum de la infamia del siglo XX está lleno de esas fotos. Pero no nos dejemos tentar por la comparación fácil y atinemos en el diagnóstico. En este caso no estamos ante el Hitler que crea la Lebensborn para diseñar niños arios, entre otras razones porque sería difícil localizarlos en una población tan mediterránea y mestiza como la catalana. Ante lo que sí estamos es ante un ejemplo de las metástasis, las simbiosis y las metamorfosis posmodernas que los clásicos totalitarismos que creímos conjurados en el pasado siglo han experimentado en la Europa de hoy a través de los populismos de discurso xenófobo o revolucionario y de los nacionalismos etnicistas o suprema- cistas.
Las pesadillas que arrojamos por la ventana de la Segunda Guerra Mundial o enterró la caída del Telón de Acero vuelven por la puerta grande de la corrección política, ataviadas con todas las banderas del progresismo biempensante que han podido pillar por el camino, y que entran en contradicción con sus agresivos y reaccionarios postulados. Vuelve el viejo y visceral desprecio a la democracia, pero autoproclamándose más demócrata que nadie. Vuelven los nacionalismos más obtusos, pero maquillados de un falso internacionalismo cosmopolita. Vuelven los caciques disfrazados de los desheredados de la tierra. Vuelven la xenofobia y el racismo, pero con la máscara de la mistificación política de las culturas autóctonas y minoritarias; vuelve la negación de los derechos humanos, pero por la beatífica vía de convertir en sujetos de derecho la tierra, la lengua, la etnia, la región, la tradición…, o sea de ‘ampliar’ la Carta Universal, con falsos derechos que niegan los auténticos. Vuelven las ideologías del odio, los proyectos más intolerantes y traumáticos, pero tácticamente envueltos en una retórica de la paz, el diálogo, la sonrisa, los pájaros y las flores que los presenta como inocuos, inocentes, edificantes... Y vuelven los niños -no podía ser de otro modo- a la primera fila de la cabalgata de los monstruos. Puede el lector buscar en internet las festivas imágenes de la preguerra yugoslava. Salen niños por todas partes; niños con banderitas, niños tras las pancartas, niños a hombros de sus padres... ¿Quién iba a sospechar que esa imaginería naïf y seráfica fuera la antesala del infierno?
Y, sin embargo, deberíamos haberlo sospechado. Y, sin embargo, estamos obligados a empezar a sospechar y a delatar el nuevo repertorio de las formas y las estrategias blandas de los enemigos de la convivencia democrática, porque es con lo que nos vamos a encontrar con progresiva frecuencia en el futuro inmediato y lo que ya constituye una buena parte del paisaje presente. El XXI amenaza con ser el siglo de las farsas, los simulacros y las suplantaciones; de los antiguos males que adoptan disfraces inéditos y políticamente correctos para regresar y burlar la experiencia histórica que tenemos de ellos colectivamente. Llamar «rebelión pacífica» a un asalto perpetrado desde las instituciones y desde la calle al orden constitucional establecido es usar un oxímoron propio de ese carnaval posmoderno en el que halla un microclima óptimo la mutación totalitaria. Por definición, toda rebelión contra la legalidad democrática es intrínsecamente violenta, aunque la reforma del Código Penal que efectuó Belloch en 1995, y que ha permanecido intacta hasta hoy, dé alas, a modo de atenuante, a esa fantasía literaria del golpismo pacifista.
Una de las imágenes que más me han aturdido de este pasado octubre fue la de un pueblo de la costa catalana en el que los mayores desfilaban empuñando velitas y esteladas mientras los niños les seguían aporreando unos tamborcitos de juguete. La imagen trataba de ser un argumento irrebatible sobre la bondad de la secesión. Como si Günter Grass no hubiera escrito ‘El tambor de hojalata’, la historia de un niño roto que decide dejar de crecer en la Alemania nazi.
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