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En otro tiempo, pasar a la historia contenía resonancias épicas; hoy, la política se ha humanizado tanto, el personaje público ha tenido que descender tan a pie de calle que no hay nada mágico en el eclipse de un político. Rajoy, sin ir más lejos, ... habrá pasado de ser el hombre en teoría más poderoso de este país a un vulgar registrador de la propiedad, en un proceso simplicísimo que la inmensa mayoría asimilaremos con naturalidad. Aznar fue, probablemente, el último 'jarrón chino' de una breve secuencia de estadistas –Suárez-González-Aznar– que han sido vistos hasta cierto punto como 'padres de la patria'; Rodríguez Zapatero ya fue un presidente como de andar por casa, capaz todavía de impulsar algunos cambios trascendentales, pero tan cercano que ya no requería pedestales ni liturgias. Y Rajoy ha sido el artesano que ha pilotado a trancas y barrancas una nave que ha salido dando bandazos de la crisis, en un ambiente mediocre y deteriorado que lo ha sobrepasado ostensiblemente. Rajoy ejerció como registrador de la propiedad en Santa Pola entre 1987 y 1990. Aznar lo llamó a su lado y ya fue diputado en la cuarta legislatura hasta que el viernes renunció. Ministro polivalente, y vicepresidente primero en la segunda legislatura de Aznar, hasta que dimitió a finales de 2003 para asumir el encargo sucesorio. En efecto, había formado parte con Rato y con Mayor Oreja de la terna de delfines que el entonces presidente del Gobierno y del partido manejó para nombrar a su epígono. El personaje brillante era Rato, pero seguramente Aznar no se fio de él. E hizo bien, por lo que más tarde hemos conocido. A finales de 2011, cuando Zapatero adelantó elecciones desbordado por la crisis, Rajoy fue llamado por una mayoría absoluta para aplicar el purgante. Con su proverbial flema, acató las recetas europeas, aplicó recortes indiscriminadamente, laminó los derechos sindicales, remoloneó cuando se le recomendaba que solicitase un rescate global (no pudo eludir el financiero), y dejó hacer, probablemente sin mala voluntad, a sus conmilitones, que mantenían una gran maquinaria de enriquecimiento ilícito y de financiación ilegal del partido que no supo ver ni eliminar. Rajoy se va ahora con la macroeconomía encarrilada pero con una desigualdad sangrante en la sociedad, surgida con la crisis y que es la responsable de la emergencia de un nuevo populismo y de la fragmentación parlamentaria. Llega, en fin, a la hornacina del relato nacional con más pena que gloria. Ha sabido aplicar con aplomo la dolorosa cirugía del ajuste pero ni ha tenido el Estado en la cabeza ni ha tomado iniciativa alguna para orientar, encarrilar o paliar el conflicto catalán, que ha controlado con mano dura pero sin haber puesto un adarme de cordura sobre la mesa con el que empezar a buscar una solución. No se le pueda culpar de los excesos del soberanismo, pero un estadista hubiera afrontado el drama de otra manera y hoy estaríamos en un proceso de reforma que aplazaría el conflicto otros 50 años.
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