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Querido Jorge. Parece que fue ayer, pero han pasado ya veinte años desde que veinte kilos de explosivo, colocados y activados por manos homicidas, pasados dos días del 20 de febrero de 2000, cuando contabas algo más de veinte años, te arrebataron de ... tus seres queridos. Aquella tarde gris, mientras protegías la vida de Fernando Buesa, un fanatismo hediondo, que previamente ya os había deshumanizado socialmente, terminó su tarea al eliminaros de forma física.
Veinte años, Jorge, en los que han pasado tantas cosas, tantas horribles, pues lamentablemente no fuisteis Buesa y tú los últimos asesinados por el terror, y tantas buenas. Con respecto a las primeras, tan sólo te diré que, a los pocos días de vuestra muerte, las calles de Vitoria, en vez de verse repletas de personas llorando por vosotros, fueron testigos de una de las mayores afrentas a vuestra memoria y abrieron una brecha social que ha costado mucho cerrar. Del lado de las segundas, destaco que fuimos muchas las personas a las que vuestro asesinato nos sacudió tanto que abandonamos una situación de comodidad y silencio cómplice para sumarnos al movimiento, cada vez más fuerte, de quienes se rebelaban ante la dictadura del hacha y la serpiente.
El 21 de octubre de 2011 la organización terrorista ETA decretó un «cese definitivo de su actividad armada». En aquellos momentos, muchos fueron quienes se autootorgaron medallas por el logro del cese del terror. Políticos de distinto signo, conocidos representantes de la izquierda abertzale, caras significativas de ese constructo etéreo llamado «mayoría social» y una variopinta caterva de mediadores internacionales. Todos habían sido los artífices del milagro. Gracias a ellos ETA había decidido, en su infinita bondad, regalarnos la paz. El resto parecía no existir. Ni la colaboración con Francia, ni los éxitos de la Policía y la Guardia Civil, ni tu trabajo como ertzaina, ni el cerco judicial de las fuentes de financiación y extorsión, ni los cambios experimentados por la propia sociedad, ni la situación del terrorismo internacional después del 11-S, ni … nada, todo era debido a la conferencia milagrosa y a la bondad infinita de los patriotas vascos y a su ejercicio de generosidad.
Desde entonces son muchos los acontecimientos que han sacudido el panorama vasco y también el del conjunto de España, pero nada podrá negar una realidad objetiva, cual es que nadie vive ya bajo la amenaza de la muerte. Tus padres, tu hermana, la sobrina a quien no conociste, tus primos y primas, tu familia, en definitiva, están bien. Pero tu pérdida ha dejado huella en sus vidas, ha marcado y trastocado su carácter, ha producido desgarros emocionales, matrimoniales, afectivos, laborales, económicos, físicos… No te voy a engañar, Jorge, tu vacío, como ocurre a la familia de Fernando, no podrá ser reemplazado nunca y en el proceso de cierre del duelo los itinerarios de cada uno de tus familiares, de las víctimas, en definitiva, no son iguales.
Con respecto a quienes violaron tu cuerpo y profanaron tu juventud, y no me refiero tan sólo a quienes activaron el coche bomba, sino también a los que los fanatizaron y los condujeron a asesinar, no puedo decirte sino que un día nos dan una buena noticia afirmando que sienten lo ocurrido y al día siguiente se contradicen afirmando que lo que hicieron no fue sino lo que había que hacer frente a la «terrible opresión» que representábais tanto tú como Fernando. No hace mucho un representante de ese mundo afirmó que «la sociedad vasca da por superada la etapa de reclamarles arrepentimiento y autocrítica». También se ha dicho, por parte de representantes de ese mismo espacio ideológico, que en la actualidad las únicas consecuencias del «conflicto» se manifiestan en la situación de los 'presos políticos'. Cruel afirmación, que invisibiliza el sufrimiento de las víctimas y niega las terribles consecuencias, en algunos casos ya irreversibles, que han de arrastrar miles de afectados y sus familiares de por vida.
Hannah Arendt, en 1961, se dirigía al genocida nazi Eichmann en estos términos: «Usted merece la pena impuesta no sólo por haber sido el causante de la muerte de tantos judíos, sino también por haber mantenido una política en la que se negaba a unos seres humanos el derecho a compartir el lugar que ocupaban, como si usted, y los suyos, señor Eichmann, tuvieran derecho a decidir quién pudiera habitarlo». En nuestra tierra vasca un proyecto totalitario decidió quiénes debían morir, quiénes eran buenos vascos y quiénes «vascos bastardos». Ciertamente vivimos tiempos mejores, pero todavía hoy se recibe con reconocimientos a los pistoleros y se les llama gudaris, presos políticos o jóvenes idealistas. Quizás, querido Jorge, la sociedad vasca tiene pendiente esta reflexión. Quizás debamos esperar otros veinte años. Quizás no se haga nunca.
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