Puertas al campo
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Las fronteras de la desigualdad son las más infranqueablesLos muros, esas construcciones pensadas para no permitir la entrada a un país, un pueblo o un territorio, tienen un origen que se pierde en el tiempo, como el de Adriano en la isla de Gran Bretaña que se levantó como instrumento de defensa, cuando ... los bárbaros del norte asediaban a los del sur. Cuando el siglo XX llegó a su fin había en el mundo 16 muros interfronterizos, contando los que la historia de las civilizaciones había legado al nuevo orden social. En la actualidad, y después de que cayera el muro de Berlín, levantado para contener el comunismo, hay más de 75, unos cuantos en Europa.
Elisabeth Vallet es una investigadora de la Universidad de Quebec, en Montreal, que por extraño que parezca lleva un registro de tales construcciones, porque de todo tiene que haber en la viña del señor. Fue ella la que le recordó a Donald Trump el fracaso de estas construcciones cuando puso tanto empeño en hacer suyo el muro que el presidente Clinton había empezado a construir en los años 90 entre México y EE UU.
Solo en la Unión Europea se han construido más de 1.000 kilómetros de muros fronterizos, y están en proceso unos cuantos más, esto es seis veces superior a la longitud que tuvo el de Berlín. Hablo de muros físicos, de piedra, ladrillo, hormigón, concertinas, alambre de espino y cualquier otro tipo de material disuasorio para todo aquel que venga de un país no deseado. Muros cuyo poder no es tan disuasorio como la necesidad de sobrevivir, pues quien no puede saltarlos los rodea, por tierra, por mar o por donde haga falta. En Francia, las vallas 'antiintrusos' del sensible Canal de la Mancha han seguido creciendo, incluso después de desmantelar el vergonzoso asentamiento de Calais, y a quien quiera salir de África por tierra no le queda otra que pasar por Ceuta y Melilla, donde las llamadas 'vallas' alcanzan más de 10 kilómetros de largo.
Hungría aprovechó en 2016 el éxodo sirio para levantar un muro de 175 kilómetros en su frontera con Serbia prolongándolo hasta Croacia. Lo mismo hizo Eslovenia con Croacia, Austria con Eslovenia, Macedonia con Grecia, Bulgaria con Turquía, y esta con Grecia, sin hablar de las fronteras de los países que limitan con Rusia. Hay otros muros, los invisibles, los simbólicos, y sobre todo los muros de la desigualdad que resultan bastante más infranqueables. La Unión Europea está cada vez más preocupada por eliminar las fronteras para sus socios, pero paradójicamente las implanta de manera sutil para una emigración que necesita que no desequilibre las delicadas fuerzas políticas.
Pero en los últimos tiempos unos muros sanitarios han crecido en los aeropuertos, en las estaciones de tren o en las líneas de autobuses. Ya no hablamos de refugiados, desesperados buscando un destino donde guardar a sus hijos, lo que necesitamos saber es si tienen fiebre. Al espacio Schengen, ese recinto donde en teoría se podía uno pasear sin que le recordaran su pertenencia, le aprietan las costuras en materia sanitaria y las normas, por mucha pertenencia y reuniones de mandatarios que se hagan, cambian cuando se trata de un virus que viaja cómodo entre los ciudadanos de primera, segunda o tercera clase. Durante el confinamiento, nos mirábamos los europeos unos a otros, perplejos, contabilizando los muertos y conteniendo la respiración para que el horror se detuviera. Pero salimos; unos con el paso cambiado y a ritmos distintos y comprobamos que los amores, de conveniencia entre los países europeos tenían fisuras, al principio económicas y después sanitarias.
España en estos momentos tiene las peores cifras en lo que a contagios se refiere. El virus, como la sífilis en el siglo pasado, limita las relaciones, y los jóvenes que vuelven al país que les paga un sueldo digno tienen que bajarse una aplicación en el móvil para que las autoridades vigilen sus movimientos, mientras esperan los resultados de la PCR que les han hecho a su llegada en las instalaciones del aeropuerto. A los turistas que entran en nuestro país, más que nada para certificar que su casa sigue en pie y que no tienen un 'okupa' dentro, les toman la fiebre como mucho, pero nadie les pide lo que a la vuelta, en su país, les pedirán. Los muros se siguen levantando, ahora por miedo a la enfermedad. Una vez más, los muros no sirven cuando la naturaleza impone su ley. Nunca fue tan verdad aquello de que es imposible poner puertas al campo.
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