Tenemos últimamente a los políticos garantizando con soltura compras de vacunas contra el coronavirus y fechas de vacunación. No me refiero a Putin o Trump, sino a líderes con frecuencia igual de incomprensibles pero mucho más locales. Ese consejero autonómico, no sé, que tiene con ... toda probabilidad a la gente de la atención primaria improvisando, redoblando turnos y auscultando a un paciente con cada mano, pero que se exhibe como todo un estratega de lo suyo, muestra una repentina familiaridad con los grandes laboratorios internacionales y no puede aplazar las buenas noticias.

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Josep Maria Argimon, por ejemplo, secretario de Salud Pública del Gobierno catalán. El martes aseguró en la radio que en «noviembre o diciembre», o sea, mañana mismo, ya estarían vacunando a cien mil catalanes vulnerables con la vacuna de Oxford. Apenas unas horas después, Oxford y la farmacéutica AstraZeneca anunciaban la interrupción de los ensayos de su vacuna al haberse detectado en un voluntario una enfermedad potencialmente sin explicación. «A que en Oxford, con el lío, se les ha pasado llamar a Argimon», pensaba uno al escuchar la noticia.

Tampoco llamaron al ministro Illa, claro, que un día antes se veía con tres millones de dosis de la misma vacuna en diciembre. Cierto que, aplicando un mínimo principio de prudencia, añadió un «si los ensayos clínicos van bien». Pero es que los científicos llevan desde marzo insistiendo en que la obtención de una vacuna es complejísima, entre otras cosas porque no deben de quedar dudas sobre su seguridad. Ayer la OMS salió a decir que mejor olvidarse del uso generalizado de una vacuna contra el Covid antes de 2022.

Del mismo modo que sería bueno que los problemas en Oxford resultasen menores, convendría que lo sucedido nos ayudase a frenar con las expectativas, que se desbocan a un ritmo político y comercial, valga la aproximada redundancia. Exagerar con los plazos y las promesas buscando el triunfo efímero en una rueda de prensa, solo puede generar impaciencia y frustración, cuando no algo peor: desconfianza en las vacunas. Es lo que le faltaba a Miguel Bosé para regresar con los vídeos ululantes y las manifestaciones en las que la persona más centrada parece ser Ouka Lele.

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MURCIA

Glotofobia

Otro momento histórico en el Parlamento: Pablo Iglesias pidiéndole a Teodoro García Egea que vocalice. Como excusa, la mascarilla. Por debajo de la mascarilla, la ofensa: Murcia. Fue un ataque de centralismo fonético inadmisible. Recordó al que protagonizó hace dos años en Francia Melénchon, que esquivó la pregunta de una reportera de Toulose alegando que no le entendía. «¿Puede alguien hacerme una pregunta en francés?». Aquello no se dejó pasar. El partido de Macron llegó a proponer una ley contra la 'glotofobia' o xenofobia tonal. No cabe un sociolingüista más en Francia. Y hasta hubo un diputado, Bruno Studer, que en la Asamblea Nacional forzó su acento alsaciano frente a Melénchon. El hallazgo de la glotofobia es oportuno porque todo el mundo tiene acento y utiliza modismos, pero quizá no todo el mundo tiene algo por lo que sentirse discriminado. Y así no se puede andar ya por el mundo. Los vascos, por ejemplo. El daño que se nos ha hecho con el imperfecto de subjuntivo. No hay perdón.

PP

Nadie estaba allí

Una de las cosas más asombrosas de la política del momento es la facilidad con la que a la gente se le desvanece el pasado. Convergència i Unió fue, por ejemplo, un partido que gobernó Cataluña durante décadas y que hoy parece haberlo hecho con un único militante: Jordi Pujol. De un modo aproximado, y ante la tormenta de basura al más alto nivel que parece prometer el caso Kitchen, Pablo Casado insiste en que él en 2013 no era nadie en el Partido Popular. Un «diputado raso», asegura, como si no hubiese español que no hubiese pasado un par de legislaturas en las Cortes. La gravedad del escándalo, que no solo afecta al partido sino que involucra al Estado, hace que de pronto nadie del PP estuviese en aquella época apenas en el PP. Tiene hasta gracia que a Cayetana Álvarez de Toledo el ostracismo vaya a venirle bien. Ella está fuera ahora y, como no le dejan ir al hemiciclo, graba vídeos por YouTube. En el primero se le identifican en las estanterías un libro de Cristopher Hitchens y otro de Ayn Rand. Menuda mezcla explosiva. A Hitchens la teoría de Rand sobre la virtud del egoísmo le parecía innecesaria. «Algunas cosas», bromeaba, «no necesitan más refuerzo».

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