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El presidente Trump pensó desde que puso un pie en la Casa Blanca dinamitar el gran acuerdo nuclear entre la comunidad internacional e Irán. Pero no podía confiar en su secretario de Estado, Rex Tillerson, y lo sustituyó abruptamente a finales de abril por Mike ... Pompeo, director de la CIA en los últimos 16 meses. Tenía sus razones y sabía bien lo que hacía. Pompeo, quien fue militar de carrera antes de entrar en el mundo de los negocios y la política, aprovechó un discurso el lunes en la Heritage Foundation, un reconocido hogar de la ultraderecha conservadora y neoliberal, para explicar la decisión y, de paso, arremetió contra Irán en un tono prebélico que en la práctica fue el último clavo en el ataúd del acuerdo. La beligerancia excepcional equivalió a una especie de declaración de guerra ya declarada de hecho contra Irán y pese a la oposición de sus aliados y de las otras grandes potencias. Esto, a lo que con su modo discreto se había negado Rex Tillerson, es con toda probabilidad lo que causó el cese fulminante de este y su relevo por un ultra sin matices.
Al dúo Trump-Pompeo no parece inquietarle en absoluto su soledad sobre el particular, sabedores de que Israel -el gran poder tras el trono washingtoniano- está, en cambio, feliz con la renovada, explícita y militante beligerancia de Washington en su favor y sin matices, como se acreditó la semana pasada con la justificación inequívoca en la Casa Blanca de la matanza de palestinos desarmados en la Franja de Gaza, un escándalo internacionalmente condenado. Tillerson, como presidente ejecutivo del gigante ExxonMobil durante once años, conocía bien el conflicto, seguido en los grandes países árabes petroleros, empezando por Arabia Saudí y no podía defender un alineamiento con Israel que equivale a una clara complicidad.
En este marco, la rivalidad regional irano-saudí provee una oportunidad clara a Washington con su beligerancia anti-iraní y la doble argumentación prevalece sin duda alguna en la estrategia de Washington pese a la hostilidad mundial con que se ha recibido la decisión norteamericana de trasladar su Embajada de Tel-Aviv a Jerusalén entre la protesta internacional, otra decisión con la que Tillerson habría estado en desacuerdo. Estamos, pues, ante una apoteosis del matrimonio israelo-norteamericano ejecutado sin inhibición al hilo de la preocupación que, por lo demás, suscita en el Golfo árabe el auge iraní.
Todos los presidentes y, desde luego, los republicanos Eisenhower, Nixon, Ford, Reagan, Bush (padre e hijo) fueron fieles protectores de Israel, pero ninguno se habría plegado a cumplir tan a gusto con las necesidades, los deseos y los desaguisados hebreas. Esta política, que además incluye un absoluto desdén por la causa palestina, tiene un inconveniente: es extremadamente impopular en los países árabes y el tiempo pasa.
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