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Corría el año 1972 en Münster. Un estudiante de Teología Católica se sentaba en una sala en la que tenía lugar una vez a la semana el seminario dirigido por el profesor Juan Bautista Metz sobre la filosofía de Kolakowsky. Por alguna razón, los asistentes ... del profesor dieron comienzo a un debate sobre el problema de la muerte. El profesor dejó pasar unos veinte minutos hasta que pegó un puñetazo sobre la mesa, paró el debate y gritó: la muerte no tiene solución, luego no es un problema. ¡Vamos a centrarnos en nuestro tema!
Tras el resultado de las elecciones catalanas a uno le entran las ganas de ser el profesor que grita lo mismo que el teólogo Metz: Cataluña no tiene solución, luego no es problema, ¡vamos a hablar de los problemas que realmente importan! Basta ver las reacciones del día siguiente a las elecciones, basta leer los comentarios escritos, basta escuchar los comentarios en los medios audiovisuales, basta ver los vídeos que uno recibe por WhatsApp para saber que Cataluña no tiene solución. Para unos, las elecciones se iban a celebrar en condiciones excepcionales, no democráticas, eran ilegítimas, suponían que iban a ser manipuladas por el convocante, pretendían hacer un recuento paralelo, dudaban que el convocante, el Gobierno de España pues el Gobierno catalán se había colocado fuera de cualquier legitimidad al renegar del Estatuto de Cataluña y de la Constitución, aceptara los resultados, pero vistos estos afirman todo lo contrario, se olvidan de todo lo que acaban de decir y se reclaman vencedores, llegando a decir que el Estado ha sido derrotado.
Otros comentaristas, más lejanos estos, parlamentarios europeos en Bruselas-Estrasburgo, dicen que el Gobierno central debe pactar con los independentistas más autonomía en cuestiones culturales y en cuestiones económico-financieras, como la tiene Euskadi. O es que no saben de lo que hablan, lo más probable, pues Euskadi nunca se ha planteado hasta ahora de forma directa, aunque últimamente parece que indirectamente sí lo pretende, la inmersión lingüística total y radical en la escuela como Cataluña, y el sistema de Concierto-Cupo no es generalizable porque la sobrefinanciación rompe la caja pues implica tener que repartir más que el cien por cien.
Algunos dicen que es necesario reconocer que Cataluña -y Euskadi- no son como La Rioja, Cantabria o Murcia, que no son mejores ni peores, sino simplemente diferentes, aunque sin darse cuenta reconocen que lo que mueve a la mayoría de los independentistas es el odio a España, el desprecio a España, la creencia de ser más emprendedores, más cultos, más modernos, más europeos que los españoles. Por eso plantean que o España se gobierna según los criterios que emanan de los intereses catalanes o se les deja ir.
A uno le gustaría analizar seriamente qué es lo que han votado los independentistas, si han votado la negación de la legitimidad promulgada por el Parlament catalán en las sesiones del 6 y 7 de septiembre de este año, si han votado la independencia proclamada, renegada, elevada al plano meramente simbólico, si han votado la proclamación de representar la esencia verdadera de la victimación, si han proclamado la declaración de que España es enemiga de Cataluña, si han votado que Cervantes era catalán o si han votado que todos los que pudieran votar no independentista, aunque sean más, no cuentan porque no son catalanes como hay que ser, no solo diferentes, sino mejores que los españoles, si han votado que quieren hacer política más allá de toda ley y de toda legitimación en derecho.
Alguien ha escrito, y no le falta razón, que no es que España tenga un problema, que también, sino que es la propia Cataluña la que es en sí misma un problema, porque, como diría algún inglés, su casa, la casa catalana, es una casa dividida, a house divided, una sociedad que primero debe reconocerse mutuamente en igualdad de derechos, en igualdad de condiciones como catalanes todos. Solo entonces podrán plantear, desde ese reconocimiento de ser todos catalanes, no solo los independentistas, cómo quieren relacionarse con el resto de españoles.
Mientras ello no suceda, y las declaraciones de los independentistas cantando una victoria que no llega ni a pírrica no permite abrigar esperanza alguna, el problema es Cataluña en sí misma, una división no reconocida ni asumida, una herida sin cura, una escisión que grita tanto más cuanto más invisible se la quiere hacer. Cataluña tiene un problema de interlocución: mientras no exista un mínimo reconocimiento mutuo entre las partes de la escisión catalana, mientras ese reconocimiento no de lugar a un Gobierno que represente a todos, o mientras un Gobierno catalán no represente debidamente los intereses de ambas partes de la escisión catalana, nadie va a saber con quién hablar, quién es el interlocutor debido, y no va a saber cuáles son las reglas de la interlocución.
Por esta razón, sobran todas las recomendaciones que puedan venir de aquellos que menos conocen la realidad de Cataluña y la realidad de España -a uno le gustaría pensar en el demos europeo soberano como le gusta a Habermas para arrebatar el poder a los gobiernos de los estados nacionales y hacer posible un verdadero Gobierno europeo, pero viendo el desconocimiento mutuo que existe entre las realidades estatonacionales en Europa, parece un sueño utópico-, pero también sobran todas las conclusiones que se extraigan estos días y que no partan del reconocimiento del verdadero problema de Cataluña: su profunda división interna.
Lo único que se puede esperar es que Cataluña como problema no sea tan definitivo como la muerte como problema, aunque lo único que debiera producir preocupación seria a un ciudadano cualquiera es que quieran dar por muerto al espacio común constitucional europeo, constituido y formado por los estados democráticos actuales, pues ello no supondría la muerte ni de una lengua ni de una identidad, sino la muerte del ciudadano por la desaparición de sus derechos y libertades.
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