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El 17 de noviembre del año pasado falleció Toto Riina, uno de los jefes mafiosos más sanguinarios de la historia de Italia. El capo fue el autor intelectual de los asesinatos de los jueces Falcone y Borsellino y responsable de más de 150 muertes. Conviene ... recordar las circunstancias de su fallecimiento. Con 87 años cumplidos y un cáncer terminal, pasó sus últimos meses cumpliendo condena, postrado en la cama y, tras unos días en coma, murió en el modulo de presos del Hospital de Parma. Los jueces italianos rechazaron todas las peticiones de los abogados de Riina para que su defendido pasara sus últimos días en libertad. La gravedad de sus crímenes le hizo acreedor de 26 condenas a cadena perpetua. Sí, 26. No es un error. Riina murió cumpliendo esas condenas. Esto es algo que conviene recordar para contextualizar el debate actual existente en España sobre la pena de prisión permanente revisable introducida en nuestro Código Penal en 2015.
La pena de cadena perpetua figura igualmente en los ordenamientos jurídicos de los principales países de Europa y, concretamente, en los de Alemania, Francia, Reino Unido y Bélgica. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) se ha pronunciado sobre la misma -al enjuiciar la legislación francesa en 2014- y ha dictaminado que se trata de una pena compatible con el sistema europeo de derechos humanos siempre que incluya la posibilidad de revisión. Lo que resultaría contrario al Convenio de Derechos Humanos es que un Estado excluyese la posibilidad de que, pasado un tiempo (en España son 25 años), los jueces pudieran revisar la condena. Esto supondría privar al recluso del «derecho a la esperanza» y la convertiría en una pena «inhumana».
En España, como en el resto de países citados, la prisión permanente revisable está prevista, desde la Ley Orgánica 4/2015, para ciertos asesinatos de especial gravedad: asesinatos de menores de 16 años o personas vulnerables, subsiguientes a un delito contra la libertad sexual, asesinatos múltiples o cometidos por miembros de organizaciones criminales. Aunque la norma está recurrida ante el Tribunal Constitucional, cabe prever que el recurso será desestimado. En primer lugar, porque cumple con los requisitos exigidos por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ya que es una pena revisable; y, en segundo lugar, porque de la doctrina del Tribunal Constitucional se deduce que la «reinserción» -prevista en el artículo 25 de la Constitución- no es la única finalidad de las penas. Estas cumplen otras funciones constitucionalmente legítimas, a saber, la prevención del delito mediante la disuasión, y la retribución del crimen mediante el castigo. En tres años, los jueces españoles solo han impuesto una condena a prisión permanente revisable (a un empresario inmobiliario que asesinó a sus dos hijas de 5 y 9 años).
Establecido lo anterior, lo que resulta lamentable es el oportunismo con el que se ha planteado, tanto en 2015 como hoy, el debate sobre esta cuestión. El Código Penal no debería ser objeto de reformas improvisadas y alumbradas únicamente al calor de sucesos trágicos. La regulación del ‘ius puniendi’ del Estado debería llevarse a cabo por amplio consenso. Es decir, la duración máxima de las penas privativas de libertad es un asunto que las principales fuerzas políticas deberían consensuar, y deberían hacerlo a la luz del derecho comparado y de la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo. De hecho, los principales partidos políticos avalaron ya la prisión permanente cuando, en el año 2000, votaron a favor de la autorización para ratificar el Tratado de la Corte Penal Internacional, puesto que ese tratado recoge expresamente la pena de cadena perpetua. El tratado no fue recurrido ante el Constitucional.
Ese aparente acuerdo estalló por los aires en 2015, cuando la pena que nos ocupa fue incluida en el Código Penal con los únicos votos del entonces mayoritario Partido Popular. Y en estos días, en un peligroso contexto de estancamiento político y de verdadera parálisis legislativa, no deja de ser asombroso que una de las principales iniciativas del Gobierno consista, precisamente, en ampliar el número de delitos castigados con esta pena. Se trata de una medida que debería acordarse con mayor respaldo técnico y con mayores apoyos parlamentarios.
El debate está doblemente contaminado: tanto por un peligroso populismo penal como por un ingenuo y no menos peligroso buenismo. Por un lado, se han recogido dos millones de firmas a favor de esta pena y el Gobierno propone extenderla a nuevos delitos para dar satisfacción a estas demandas de «mayor dureza». Por otro, el PNV ha presentado una proposición para derogar la prisión permanente revisable por ser contraria a la función resocializadora de las penas. Los primeros buscan obtener un rédito electoral y olvidan que no se debe reformar el Código Penal a golpe de suceso. Los segundos prescinden del hecho de que la reinserción no es la única finalidad de la pena y de que, aun siendo un objetivo deseable, no siempre es factible.
Afortunadamente, España es uno de los países más seguros de Europa. La reforma penal propuesta dista mucho de ser una prioridad. En definitiva, lo más sensato sería dejar las cosas como están.
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