
Entre la bomba sucia y los misiles limpios, llega un momento en que apartas la vista de las noticias de la guerra en busca de ... algo de respiro, un poco de optimismo, una pizca de sosiego. Es entonces cuando lo lees: «Más de 350.000 personas mueren cada año en el mundo por el calor». «España es el país europeo con más riesgo de muerte por calor extremo». «La crisis climática nos está matando». Para tranquilizarte, claro, vuelves a la guerra. Y, por mirar siempre el lado luminoso de las cosas, piensas que igual el calor nos mata pero nos viene bien para que el famoso General Invierno quede degradado a capitán o teniente. Tanto lío con las calderas comunitarias y, de seguir así las temperaturas, el gasto energético lo haremos este invierno con el aire acondicionado y los hielos, que ya sabemos exigen mucho por el lado de la confección, el mantenimiento y el transporte. Fue a principios de agosto cuando nos enfrentamos a aquella otra crisis. «Vamos a morir sin cubitos de hielo».
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Y, sin embargo, hace calor, demasiado calor para el final de octubre. Y no lo hace de un modo puntual que podría celebrarse como una anomalía afortunada, sino de uno inamovible. Además, no llueve. Cuando tras las jornadas de calor extemporáneo se adensan las nubes y el cielo se oscurece dando claros signos de galerna, apenas caen unas gotas desorientadas. Esto es el País Vasco, ¿dónde están los chaparrones? ¿Y para qué diablos nos compramos el año pasado una gabardina nueva? A la espera de que comencemos a hablar de la sequía, vamos tirando con una especie de alarma constante que se concreta estos días en riesgo de incendios. Y en incendios propiamente dichos. A ver quién arregla esto. Parece que fue ayer la Cumbre del Clima de Glasgow y ya está aquí la de Egipto. Irán para allá un montón de aviones expulsando dióxido de carbono. Y por aquí se les tirarán cosas pringosas a unas cuantas obras maestras, esperemos que de las que tienen cristal. A pequeña escala, la crisis es también íntima, privada. Hace falta que llueva para que comience la temporada de setas. También la de pérdida de paraguas. Y hace falta que haga frío, un poco de frío al menos, para que volvamos a maldecir nuestra suerte mientras envidiamos los lugares con buen tiempo. Es uno de esos rasgos diferenciales que nos hacen encantadores.
PNV
Andoni Ortuzar se enfrentó ayer al exceso de masculinidad. No al suyo, entiéndanme, al del PNV. Muchos hombres en cargos importantes: los diputados generales, los alcaldes de las tres capitales… Eso va a cambiar con la designación de Elixabete Etxanobe, Eider Mendoza y Beatriz Artolazabal. Mensaje recibido, dice Ortuzar, que en el Euzkadi buru batzar tiene la paridad al 35%. Y lo vende muy bien. Si hasta parece que Urtaran se va mereciendo el premio Emakunde. Solo sorprende que el PNV se ocupe de estas paridades clásicas cuando está mucho más allá, en la vanguardia de la cosa. Lo explicó el diputado Agirretxea a cuenta de la 'ley trans': cómo no van a defender el derecho de autodeterminación de las personas los que defienden el derecho de autodeterminación de los pueblos. «¡Faltaría más!», remató.
RENFE
En lo que solo puede entenderse como una acción heroica, un interventor de Renfe bajó el lunes de un tren a un grupo formado por veintidós niños de entre 9 y 11 años y dos monitores. Viajaban entre Barcelona y León; su delito, «causar molestias e incomodar al resto de viajeros». Así que todos abajo en Palencia. Un pelotón de interventores de Renfe salvará a la civilización. Eso sí, los padres de los niños van a denunciar. Son poco spenglerianos. Dicen que los críos se asustaron porque en Palencia les esperaba la Policía y el subdelegado de Gobierno. No lo he podido confirmar, pero imagino que el obispo de Palencia también estaría por allí. Calentando. Por si había que realizarle a algún chiquillo un exorcismo.
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