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De acuerdo con una coreografía que no parece casual, en cuestión de días el acuerdo PNV-PSE, con la incorporación de Podemos y EH-Bildu, ha aprobado una iniciativa parlamentaria para el acercamiento de los presos de ETA y el fin de la política de ... dispersión, acuerdo precedido de la reclamación de las competencias en materia penitenciaria para conseguir un sistema penitenciario vasco, al decir de los socialistas.
Para hacer más digerible la iniciativa, se pide a los presos que reconozcan el daño causado, una cláusula ya casi de estilo que cada vez que se repite deja en evidencia su esterilidad, en tanto se renuncie a afirmar ética y política la ilegitimidad y la radical injusticia del daño causado por el terrorismo en todos los casos.
ETA ha anunciado su disolución y si estamos hablando de una banda terrorista derrotada operativamente, el debate sobre la suerte de los presos debería introducir algunas novedades.
La primera consistiría en darse cuenta de que con ETA desaparecida, hablar de los 'presos de ETA' es una forma de dar continuidad a lo que la banda representa. Más que 'los presos de ETA', parece como si hablásemos de la 'ETA de los presos', la que queda y pervive en las cárceles después de la disolución de la otra. Ahora tiene menos sentido utilizar esta categoría global y mantener a los presos unidos bajo su adscripción a la organización terrorista, salvo que, efectivamente, ETA insista en anidar entre las rejas. Quien entre ellos quiera ser la encarnación continuada de la banda, será su opción, pero prolongar en las cárceles lo que ya no existe fuera de ellas no dice mucho sobre la finalidad de reinserción que alegan los que piden el acercamiento.
La despedida de ETA suscita algo que debería tenerse en cuenta. Hasta ahora la banda dirigía el frente de los presos. Sus abogados daban instrucciones a los reclusos. ETA les prohibía acogerse a beneficios penitenciarios; la reinserción era cosa de traidores; los presos tenían que protestar y someterse a la disciplina. A todos los efectos, los presos eran parte de ETA. Ya no es así y quien siga haciendo profesión de fe etarra tendría que afrontar las consecuencias. Ya no cabe, por tanto, alegar aquellas presiones, aquella intimidación, aquella amenaza a los que se desviaran de la disciplina de la banda. Donde haya un genuino propósito de reinserción, este puede expresarse sin temor ni presiones, y ningún entorno mejor para ello que el que proporciona la dispersión. Cuando ETA ha desistido, no deberíamos ser los demás los que reinventáramos una ETA residual formada por sus presos. Nunca como ahora es exigible la máxima individualización de la política penitenciaria y desde esta perspectiva, la dispersión es imprescindible para hacer posible esa individualización. Hablar de los presos de ETA en las actuales circunstancias no tiene más sentido que hablar de los presos por homicidio o los presos por estafa. Los habrá de diferente evolución, recalcitrantes o susceptibles de resocialización, pero no es el Gobierno el que tiene que hablar.
Más de 850 asesinados, miles de heridos y de vascos obligados a irse por la amenaza y la extorsión, centenares de casos pendientes de esclarecimiento -sin colaboración alguna por parte de los terroristas presos-, y una huella persistente de destrucción económica y quiebra social es el legado de ETA. Semejante legado debería llevar a que los poderes públicos ordenaran adecuadamente sus prioridades y, entre estas, los presos no constituyen la más acuciante, ni la más justa, ni la más merecida.
En mi libro 'No hay ala oeste en la Moncloa' he recordado con detalle las decisiones de política penitenciaria que se adoptaron durante el periodo de tregua declarado por la banda entre septiembre de 1998 y diciembre de 1999. En un contexto bien distinto del actual, el mantenimiento de la dispersión y el carácter excepcional de los traslados a cárceles del País Vasco definieron los límites en que se mantuvieron estas medidas. Y esos criterios no sólo siguen siendo válidos sino que también hoy los avalan la lógica penitenciaria, la necesidad de acreditar una voluntad genuina de reinserción, y el respeto al derecho de reparación de las víctimas. Los traslados al País Vasco acercan a los presos a sus familias pero también los devuelven, con esa misma proximidad, al lugar donde cometieron sus crímenes, a la misma tierra que ensangrentaron y destruyeron y, en muchos casos, a una cercanía insoportable para sus víctimas que tienen razones para ver en cada preso trasladado a cárceles vascas un futuro homenaje ignominioso.
En un reciente diálogo con Mario Iceta, obispo de Bilbao, el obispo emérito de San Sebastián, Juan María Uriarte, observaba que durante algunos años estuvo «más preocupado por la paz social y por la ética de la paz que por las personas que más estaban sufriendo los efectos de esa falta de paz y de esa violencia, las víctimas». Esa manifestación es toda una valiosa advertencia. No deberíamos incurrir en la misma insuficiencia, ni contraponer la solidaridad con las víctimas a una ética de la paz que sólo puede asentarse en la justicia y en la reparación. La dispersión -que conlleva el alejamiento en distinto grado- no es una política ni ilegal, ni arbitraria ni vengativa. Es una decisión razonable, conforme a la necesidad de luchar contra una banda terrorista que seguirá siendo fundada mientras los hechos no lo desmientan.
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