En Somalia, a muchas niñas les rebanan el clítoris y las violan cuando apenas han alcanzado la pubertad. Trabajan de sol a sol y llevan todo el peso del hogar. Casi ninguna estudia.
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En Afganistán, a las niñas les prohíben ir a la escuela. No ... pueden escuchar música. Salen a la calle vestidas con el burka, una cárcel de tela que les acompaña toda la vida. Están condenadas a ver el mundo a través de una celosía.
En Irán, las mujeres deben cubrir su cabello con el velo. Si les pillan con la melena al aire, las detienen y las meten en prisión. A Masha Amini la mataron por no llevar bien puesto el hiyab, ese instrumento de esclavitud y sumisión al hombre. No pueden bailar en la calle ni abrazar a un amigo. Acaban de envenenar a miles de alumnas en las escuelas del país.
En Pakistán, a las niñas las casan en matrimonios concertados con hombres que les triplican o cuadruplican la edad. Los padres las entregan, en ocasiones a cambio de dinero, para que los viejos las disfruten y las traten como esclavas sexuales y laborales. Si las mujeres se niegan, sus propias familias les abandonan e incluso llegan al punto de asesinarlas.
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En Nicaragua, El Salvador y Honduras, el aborto está prohibido en todo caso y la mujer que decida interrumpir su embarazo acabará en el cárcel, aunque la hayan violado o corra peligro su vida.
Luego veo las encarnizadas polémicas españolas, que si Irene Montero dice esto, que si Carmen Calvo lo otro, escucho a una secretaria de Estado defendiendo con ardor un feminismo de pajas frente al clásico folleteo y al final me entran ganas, no sé por qué, de pedir perdón a las somalíes.
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