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El Museo Británico ha retirado el busto de sir Hans Sloane, cuya colección de arte sirvió de base para la fundación de dicho museo. ¿El motivo? Que Sloane se enriqueció gracias a una mano de obra esclavizada en una plantación de azúcar que poseía en ... Jamaica.
Eso está muy bien, por supuesto, y al sótano lóbrego con Sloane, pero no pasa de ser un gesto de hipocresía retrohistórica si no se ve acompañado de gestos menos simbólicos. Por ejemplo, devolver a Grecia y a Egipto las obras de arte que se exhiben allí gracias al expolio más o menos encubierto, empezando por las piezas del Partenón compradas por el Gobierno británico en el siglo XIX. Si vamos a reescribir la Historia para transformarla en un cuento de hadas, al menos que nos duela en el bolsillo, que manden a Jamaica como compensación póstuma todas las obras de arte que Sloane compró gracias a los esclavos de allá. Pero eso ya no: se retira el busto y la conciencia nacional queda desinfectada. La moral también tiene, en fin, aparte de sus consabidas hipocresías, sus cursilerías.
En 1939, Agatha Christie publicó 'Ten Little Niggers', traducida aquí como 'Diez negritos'. En estos días, en varias editoriales europeas, a petición de un descendiente de la novelista, se calientan la cabeza para buscarle un nuevo título -en EE UU fue modificado ya en 1940- que no hiera sensibilidades. También va a eliminarse en todo el texto la palabra «negro», que en nuestro idioma no tiene las connotaciones ofensivas de «nigger». ¿Qué trascendencia práctica tiene este otro gesto? (Dejemos la posible respuesta al sagacísimo Poirot, aunque no protagonice esa novela). Meses atrás, la plataforma HBO retiró la película 'Lo que el viento se llevó' por ofrecer unos estereotipos racistas y no -como habíamos supuesto hasta entonces- el retrato de una realidad histórica racista. Hace poco hubo una campaña condenatoria de la novela 'Lolita', de Nabokov, por ser considerada una apología de la pederastia y no -según creíamos- el monólogo psicótico de un perturbado.
Está en marcha, en suma, el proceso de purificación retrohistórica, que tal vez podría interpretarse como de falseamiento histórico. Derribar una estatua de Colón, por ejemplo, puede resultar emocionante y terapéutico, pero no acierta uno a intuir qué arregla ese derribo, más allá de la reprobación anacrónica de un pasado inalterable. (Que en la ciudad de San Francisco pintarrajeen una estatua de Cervantes es ya algo de esencia bastante más misteriosa). Parece ser que, aparte de la culpa personal, tenemos que asumir la culpa colectiva, y además con efecto retroactivo. Un experimento curioso, desde luego. Eso sí: la comunidad humana que tenga un pasado impoluto que levante la mano.
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