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En la vida pasa que todo pasa, pero algo va quedando apegado a un alguien, algo de apego afectivo a algún otro, un tacto o contacto, el olor de las cosas en su devenir y revenir, la luz sofocada por las tinieblas, el resplandor del ... sol tras la noche vela, un hueco o rendija abierta dolorosamente.
En la vida pasa que todo pasa, pero va dejando un poso de liquen como licuado, un rastro de rostros evanescentes y un sonido de cobre amortiguado. En la vida hay yedra y hay moho, hay visión y revisión del tiempo y el espacio, hay degustaciones suaves y graves disgustos.
En la vida pasa que todo pasa, pero en el paso y el paseo por la vida van quedando grabados en la retina ciega la elevación y su caída, el esplendor y su decadencia, el borde de la arena junto al mar, los meandros del río/ría, la soledad acompañada, el descanso acampado en el campo del olvido, el frenesí de la actividad febril y fabril. Pues en la vida parecemos muy convencidos, pero no sabemos de qué.
El mundo rueda y gira, nos agitamos como serpientes de cascabel, nos embarcamos y embaucamos en múltiples trayectos y proyectos, protestamos, subimos y bajamos del tinglado, proseguimos tan atareados, atados a nuestras melopeas, dispersos, conversos, reversos, atenidos al goce y al roce, distendidos y cálidos o bien ateridos de frío.
Ocurre que la vida no es una mera ocurrencia sino una concurrencia, en la que concurrimos todos esperanzada y desesperanzadamente, abierta y cerrada o cerrilmente, bien y malamente, positiva y negativamente. Ocurre que la vida es un concurso sin recurso, injusta y cruel pero lasciva y bella como una rosa roja que sangra sus espinas.
Sucede que la vida no es solo suceso sino deceso, una sucesión de avatares luminosos y sombríos, claros y turbios, que nos sitúan entre la seducción y la sedición, entre la piedad y la impiedad, lo sublime y lo siniestro. Sucede que la vida es un acontecimiento desgarrado y desgarrador, bueno y malo, pues resulta que la vida es el resultado de un algoritmo contradictorio y perturbador, un algoritmo sin ritmo y sin rima tradicional, turbulento.
Alguien me pregunta en este contexto cómo ando y le digo que tirando, pero me dice que no hay que tirar nada. Le digo que es el alma la que tira del cuerpo, que voy marchando, pero me advierte de que aún no me marche. Finalmente le digo que soy viejo, voy andando y que sigo simplemente prosiguiendo, y aunque le parece poco acepta el límite y la redundancia.
Y es que transcribir qué nos pasa en la vida resulta un tanto cursi y aún ridículo, porque vivimos nuestra vida al borde del llanto y la risa sucesivamente, y a veces de forma simultánea. Por eso lo que pasa en la vida es un poco extraño o estrambótico, y también un poco cursi. Por eso debiera expresarse siempre en cursiva.
Porque en la vida pasa de todo pero todo pasa, excepto ese rumor de un cierto amor que queda tiritando de afecto o afección, o bien titilando debajo de un tilo que destila tila frente al destino. Quizá es que el amor es la síntesis o reunión de la vida y la muerte en unidad trascendental. Por eso hay que ser uno mismo y algún otro, hay que conocerse a sí mismo y a algún otro, hay que abrir nuestro mundo al universo.
La antropología del fútbol podría darnos una buena lección final sobre la vida. En efecto, para los antiguos el balón del fútbol simbolizaba el sol redondo, pero para la poeta Blanca Varela simboliza la tierra rotunda; así que el símbolo del balón sería la coimplicación del sol y la tierra, de la tierra y el cielo. Una incisiva metáfora de nuestro origen prehumano, al que tratamos de darle un adecuado destino o destinación humana, a través de su juego o conjugación simbólica.
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