Esta semana ha muerto el hombre que me tuvo dos meses sin dormir. Los escabrosos sucesos a los que me refiero tuvieron lugar en el cine del colegio de los Escolapios, a finales de los años setenta. Era aquel un salón grande y oscuro, con ... severas butacas de madera y un escenario con una lona blanca sobre la que se proyectaban películas. Recuerdo haber visto 'La guerra de papá', 'Los dioses deben estar locos' y alguna del Oeste. En ocasiones al operador se le quemaba el celuloide y los actores acababan violentamente chamuscados entre aplausos, vítores y pataleos. Pero un domingo -tendría yo siete u ocho años- mis padres me llevaron al cine del cole y me dejaron allí sentado, dispuesto a ver lo que me echasen. El cartel importaba poco y, pese a que soplaban las brisas renovadoras del Concilio Vaticano II, no parecía probable que los curas fueran a desmelenarse proyectando películas de dos rombos. Pusieron 'Pánico en el Transiberiano'.

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Esa noche, después de ver la película, llegué a casa, cené y me acosté. Los zombis, espantosas criaturas sanguinolentas de ojos blancos, comenzaron a perseguirme en cuanto mi madre apagó la luz y no dejaron de hacerlo durante ocho o nueve semanas. Mi cama se convirtió en el escenario brutal de un combate cotidiano del que me solía levantar en plena madrugada exhausto y sudoroso, casi agonizante. El hombre que me tuvo dos meses en vela -lo supe años más tarde- se llamaba Eugenio Martín, director de cine. Acaba de morir a los 97 años. No le guardo rencor. Gracias a él, cuando me entra la soberbia y pienso que soy más listo y más valiente que nadie, recuerdo que una vez me acojonó una película de, ejem, Silvia Tortosa.

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