Se escuchan estos días muchas cosas, cosas políticas, incluso cosas económicas, y es fácil al final hacerse un lío. Yolanda Díaz, por ejemplo, propone que la gente salga una hora antes de trabajar «para descansar, estar con los suyos o hacer lo que le dé ... la gana». También que los jóvenes, al cumplir los veintitrés, reciban del Estado veinte mil euros, pero no para hacer lo que les dé la gana, sino para seguir formándose o para montar un proyecto empresarial. Está uno dándole vueltas a estas cosas, que suenan desde luego muy bien, como a país nórdico altamente productivo, cuando aparece el presidente del Círculo de Empresarios y asegura que la caja de las pensiones quiebra sin falta en cinco años. Lo que hay que hacer en consecuencia es que el ciudadano alargue su vida laboral y se incentive el retiro a los setenta y dos. «No conviene asustarse», añade el presidente del 'think tank' económico, lo que hace que por supuesto uno se asuste de inmediato. Y rece para que en el Círculo de Empresarios no se enteren de que Clint Eastwood acaba de comenzar a rodar una película con noventa y tres años.
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Obligado por el estruendo político inminente, el presidente de la CEOE salió ayer a decir que la patronal no está en esa propuesta de retrasar la edad de jubilación e insinuó que lanzar así los debates en plena campaña electoral igual termina por volvernos a todos locos. Tampoco es fácil conservar la cordura si no sabes si tu futuro transcurrirá en un país sin dinero en la caja de las pensiones o en uno que reparte ejemplarmente los beneficios del fondo estatal del petróleo que en principio no tenemos. Según parece, ambas cosas son posibles de un modo simultáneo. De ser yo líder político, abogaría por la síntesis dialéctica y propondría que la gente se jubile a los veintitrés años y que a los sesenta y cinco reciba veinte mil euros. Es a esa edad cuando uno ya tiene claro qué es lo que de verdad le gustaría hacer. Viajar a Australia, por ejemplo. O tener un piano de cola Stenway y aprender a tocarlo. O quizá reincorporarte a la vida laboral para competir a fondo y retrasar el retiro hasta batir todos los récords. El problema es que, si se nos va la mano con esto, los incentivos de la jubilación tardía pueden llegar a ser como algunos rendimientos religiosos: de disfrute mayormente ultraterreno.
23-J
Ayer se celebró el sorteo de los turnos del debate del lunes entre Sánchez y Feijóo. Y se retransmitió todo en riguroso directo, formato Champions, con Pilar Alegría y Esteban González Pons transformados en sonrientes azafatas del Telecupón. ¿Qué necesidad habrá? No tengo ni idea, así que vamos con el resultado: Sánchez abrirá el debate y Feijóo dispondrá del último 'minuto de oro', que suele ser en realidad un momentito de chatarra: el candidato mirando raro a cámara y tratando de repetir lo que le han obligado a memorizar los estrategas. Pobrecillos. Las cosas que tienen que hacer. Como si para debatir no bastase con tener alguna idea en la cabeza y con no estar afónico. La televisión le impone ya tanta espectacularidad a los debates electorales que convendría empezar a retransmitirlos solo por la radio.
Puigdemont
A Puigdemont le retiró ayer la justicia europea la inmunidad europarlamentaria y pareció que se lo tomaba bien. En lugar de la bravata habitual, su tuit primero fue casi un haiku: «Nada se acaba / Muy al contrario / Todo continúa». El problema para Puigdemont es que el juez Llarena podía estar en ese mismo instante diciéndose lo mismo, que todo continúa, mientras realizaba sus ejercicios de kenjutsu, pero no con una katana sino con la euroorden enrollada. Luego Puigdemont ya dijo las cosas asombrosas de siempre. Por ejemplo, que él no está en Europa por la inmunidad, sino por el martirio: se concentran en su persona los derechos pisoteados de millones de catalanes que ayer pensaban sobre todo en irse de vacaciones.
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