En Reino Unido se consumó el cataclismo conservador y la victoria del laborista Starmer adquirió en los titulares dimensiones bíblicas: 'Starmagedón'. Lo curioso es que la hipérbole se aplica esta vez toda al hundimiento 'tory' mientras que al nuevo primer ministro se le elogia precisamente ... la falta de espectacularidad. Starmer, se nos dice, es un político pragmático y moderado que huye del efectismo y apenas tiene carisma. Que algo similar se nos dijese hace dos años de Rishi Sunak demuestra lo necesitada que está la política inglesa de aburrimiento. El Brexit fue por supuesto el momento cumbre de la fiesta. Entre sus múltiples destrozos, la transformación del disparate en un destino. En Inglaterra es tradición que a las elecciones se presente gente disfrazada, pero hace cuatro años veías en el recuento en Uxbridge a Boris Johnson entre un tipo disfrazado de Elmo, el de Barrio Sésamo, y Lord Cabezacubo, una especie de Darth Vader que no puede quitarse una papelera metálica de la cabeza, y por primera vez no sabías cuál de los tres era el candidato inverosímil.
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Además de lo de la gente disfrazada, la democracia británica conserva pese a todo otra excepcionalidad envidiable: la elegancia en el traspaso del poder. Rishi Sunak se despidió ayer dando un discurso ejemplar en el que asumió la derrota en vez de reprocharle a la ciudadanía lo votado y definió a su sucesor como alguien decente a quien respeta. El nuevo 'premier' le agradeció por su parte a su antecesor el trabajo duro y la dedicación. Como los buenos modales se han demostrado compatibles con la transformación de la política en un juego suicida entre una élite irresponsable, Starmer prometió ayer el regreso a la utilidad y el respeto al ciudadano tras una «época de actuaciones ruidosas». Está por ver si el laborismo consigue devolverle al país la sensatez que un día lo definió. ¿La alternativa? El abismo. Sobre las ruinas del Partido Conservador, incluso aparece Nigel Farage, uno de los padres del Brexit, con esa risa suya al tiempo ridícula y siniestra, como de proponerle al país seguir haciendo estupideces.
España
La declaración de Begoña Gómez en el juzgado impone una precisión: un paseíllo se hace despacio, altiva y voluntariamente, generalmente entre aplausos, con el sol estallándote en el vestido y la mirada clavada en el triunfo. Lo otro, lo de entrar en un edificio entre empujones e insultos, tapándote la cara con una carpeta, es otra cosa. Una forma de escarnio. Y no debería soportarlo nadie, tampoco la mujer del presidente del Gobierno. Que por los juzgados pululen cámara en mano agitadores frecuentemente enemistados con la ley también es inadmisible, como lo son las filtraciones sistemáticas que entre nosotros distinguen a los procesos mediáticos. Sin embargo, todo se tolera porque ha triunfado la creencia de que los juzgados son lugares en los que el rival político, al ser culpable de suyo, no debe encontrar justicia sino toda la humillación posible. El razonamiento es de ida y vuelta y lo destruye todo. Cuatro años después de que aún causase algún escándalo que alguien de Podemos arremetiese contra un juez, ayer el ministro de Justicia cargaba contra un magistrado mientras exculpaba personalmente, por sus bemoles ministeriales, a un ciudadano investigado y aquí no pasa nada.
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