Quizá recuerden que el 27 de octubre de 2017, el día de la declaración unilateral de independencia tras las 155 monedas de plata, Oriol Junqueras no tenía buena cara. Y eso que debía ser para él un día histórico. El día de la liberación de ... la patria. El día de la victoria. Junqueras, sin embargo, lucía raro, nervioso, huidizo. Y tras la DUI dio un discurso en las escalinatas del Parlament cuyo énfasis y alcance hizo pensar a un cronista de la máxima confianza en el siguiente título: «Humanismo cristiano en las pymes: retos actuales y desafíos de futuro».
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Ahora asegura Xavier Vendrell que, tras el discurso, lo que hizo Junqueras fue esconderse en Montserrat para que le protegiese «el padre abad». De ser cierto, el vicepresidente del Govern se habría escondido incluso antes de que el presidente del Govern se fugase a Bélgica con cuatro consejeros. No salió muy resistente aquel Govern libertador. Fue como si en el último instante viesen claro que tampoco te compensa tener un Estado, menudo lío, pudiendo vivir cómodamente oprimido por otro que ya esta equipado, admite mascotas y vituperios y te ofrece todas las ventajas.
La revelación de Vendrell, un hombre refractario a lo diáfano que estaba en el 'estado mayor' del 'procés' y ahora está en la órbita de Petro haciendo dinero en Colombia, es un nuevo episodio de la guerra por el poder en Esquerra. La guerra es fratricida y el episodio paradójico. Al fin y al cabo, Vendrell señala la falta de coraje de Junqueras, que se sentó frente al Supremo y se comió dos años de cárcel, para apoyar al sector de Marta Rovira, que cuando la citó el Supremo no se escondió en Montserrat sino directamente en Suiza. Lo hizo alegando que ella tenía una hija, cabe suponer que no como los millones de catalanes con cuyo futuro el independentismo jugó durante años de un modo tramposo, ventajista y compulsivo. Que Rovira se fuese al exilio citando, no al abad de Montserrat, sino a su odiado Junqueras, para pedir cosas como la transformación de la rabia en amor es solo otra de esas muescas que deberían perdurar: hasta aquí llegó el sainete.
Congreso
Ayer la ministra portavoz aseguró que la reforma que reducirá la estancia en prisión de cuarenta y cuatro presos de ETA es tan intachable que fue avalada por el Consejo de Estado. Cuando se le recordó que por el Consejo de Estado la reforma pasó sin la enmienda que origina la polémica, Pilar Alegría comenzó a balbucear. La anécdota es ya una categoría. Puede tener todo el sentido que las penas que se cumplen en otro país se convaliden en el nuestro, pero no lo tiene que la política se jacte de operar con urgencia, secreto y pillería. Menos aún en un caso como este, que implica la libertad de asesinos de funesto simbolismo. En lugar de tramar en la trastienda, debería recuperarse la dignidad del Parlamento y acumularse la autoridad y las razones para explicarle al país de las manos blancas, al de las vigilias de aquellas noches de julio, lo que sucede y por qué lo que se va a hacer es lo que debe hacerse. Cierto que lo complicado sería explicar por qué una vez más lo que debe hacerse era hace dos años inadmisible. Pero si la vida pública va a consistir solo en esto, en ver cómo la artimaña baila en círculos con la incompetencia, que nadie se asombre de que los ciudadanos decidan sin más volver la cara.
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