Año tras año, el barómetro sobre inmigración de Ikuspegi aporta un dato interesante: la percepción de los vascos sobre la presencia de extranjeros «tiende a doblar» los datos reales. Ahora mismo los extranjeros son el 12,4% del censo, pero la gente, cuando el encuestador ... le pide que calcule, apuesta por que son el 21,4%. Al conocer el dato real, los vascos moderan su valoración sobre el fenómeno. Y el 65% cree que el número de extranjeros es en realidad adecuado o escaso. Es probable que, si Ikuspegi incluyese en sus trabajos una pregunta previa a lo Raymond Carver -¿de qué hablamos cuando hablamos de extranjeros?-, ningún vasco reconociese que él está pensando sobre todo en los casi dos mil quinientos alemanes censados por aquí.
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Los estudios de Ikuspegi también son interesantes para subirse encima y ganar perspectiva. En 2004 había en el país tres veces menos inmigración y el fenómeno causaba casi el doble de descontento. Es probable que eso también se explique porque necesitas que haya extranjeros a tu alrededor para poder contestar encuestas pensando en la mujer colombiana que con tanto cariño cuida a la abuela, en el albañil rumano que tantos marrones soluciona en la nave de la empresa o en la pareja china que se ha convertido en un puntal del barrio con su tienda en la que hay de todo a cualquier hora.
Se diría que mucho de ese espíritu recorre el barómetro de Ikuspegi. El país valora de un modo mayoritario la contribución de los extranjeros, apuesta por que se incorporen a la sociedad en igualdad de derechos y obligaciones y no teme que su presencia nos altere las condiciones laborales o las esencias patrias. Todo cambia, sin embargo, al llegar a los menores no acompañados. En el último año se duplica la percepción de que afectan negativamente a la seguridad ciudadana y de que la protección institucional que se les ofrece es excesiva. El resumen sería que los vascos son ampliamente tolerantes con los extranjeros y comienzan a no serlo tanto con los menores extranjeros no acompañados. La contradicción es enorme pero no es sorprendente. Y es peligrosa. Lleva demasiado tiempo a disposición de los peores oportunistas, a la espera de que alguien al mando asuma que su trabajo no consiste en esquivar los problemas complejos sino en afrontarlos.
Asturias
Yo imagino que ellos no estarán al tanto, pero los premiados con el Princesa de Asturias compiten al llegar a Oviedo por otro premio igualmente prestigioso: ser el galardonado más simpático de cada edición. Los músicos, los actores o los deportistas parten para ello con la ventaja del carisma, pero no es raro que al final les gane por la mano algún sabio centroeuropeo y nonagenario que enloquece al descubrir la fabada y comienza a profesar la asturianidad con una fiereza que ni Don Pelayo. Este año todo apunta a que no habrá partido: va a ganar Meryl Streep. La actriz se mostró ayer en Oviedo exultante y simpatiquísima. En la puerta del Reconquista, al detectar que las gaitas y los tambores sonaban en su honor, correspondió agradecida con una especie de baile tribal, cabe suponer que de la zona de Nueva Jersey.
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Gaza
La masacre de civiles en el hospital de Gaza demuestra que en Oriente Próximo no importa lo que ocurre sino cómo eso refuerza el relato que cada cual tiene sobre lo que ocurre. A la espera de una confirmación independiente, Israel y Hamás se culpan de la matanza. Y nuestro deber consiste en escoger bando al instante. El de las víctimas inocentes no parece entonces el peor. Sorprende a ese respecto que no se recuerde constantemente a la gente secuestrada en Gaza para exigir su liberación. Más aún cuando está entre ellos Iván Illarramendi. Esto es llamativo. A nosotros que tanto nos conmovió el secuestro de las niñas de Boko Haram nos secuestra ahora Hamás a un chaval de Zarautz y como si nada.
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