Jamón, sermón
Zinemaldia ·
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El cine del momento exige discurso como la cámara exige fotogeniaEl Zinemaldia es un festival de categoría A en el que se proyectan películas también de la mejor categoría y que presenta algunas peculiaridades. Entre ellas, que en San Sebastián a las estrellas se las hincha a comer. Sucede porque Euskadi es una gastrocracia y ... porque a los grandes chefs les encanta fotografiarse con los actores. El encuentro es tan inevitable -a veces la estrella y el chef se colocan una txapela- que hace pensar en alguna ley universal de atracción de grandes egos. Otra cosa que hacen los actores en San Sebastián es tener mucho discurso además de un cutis perfecto. Lo necesitan, el discurso, para funcionar en el oficio. Como la fotogenia. También lo necesitan, pobres, porque ahora en las ruedas de prensa no les hacen preguntas, sino que les piden que confirmen las teorías que enuncia el periodista. No siempre hay que pedírselo. Javier Bardem ha recogido el premio Donostia con muchísima alegría pero sin tener el cuerpo para celebraciones por los bombardeos sobre Gaza. Luego Bardem fue a un homenaje a Bigas Luna en el que había al parecer jamones y sintió muchísimo enfado porque le pareció una encerrona. No es frecuente que un español se enfade frente a un jamón de categoría A. Los actores tienen mucho conflicto interior.
Ayer en el festival parece que se presentó una película sobre cuidados paliativos y otra sobre mi querida hija Hildegart que contiene lecturas sobre mujer y género mientras aún resonaba la aparición de Nevenka Fernández, víctima de acoso sexual de cuyo caso se habla al fin, veinte años después de que Juan José Millás escribiese un libro justo sobre su caso. La ideología es omnipresente e inocua, brilla como un abalorio, y da miedo pensar que en San Sebastián no llegue a verse una peli de detectives o extraterrestres que no requiera citas de Judith Butler. Estos días se celebra en la ciudad un pequeño festival alternativo y autogestionado que trata los «conflictos actuales» que el Zinemaldia en teoría esquiva. Como Palestina. Poquísimas veces habrá tenido la autogestión más ganada una demanda por competencia desleal.
Starmer
Nuestra política no está mal en términos destructivos, pero la británica es una trituradora. En menos de tres meses Keir Starmer tiene los índices de popularidad por debajo de los de Rishi Sunak. Entre otras cosas, porque le han aflorado los 'freebies', los regalos de los donantes. A él y a su mujer un tal Lord Wahed Alli les ha sufragado renovaciones de vestuario, gafas de diseño y entradas para Taylor Swift por valor de varios miles de libras. Quizá recuerden que Starmer se presentó a las elecciones como un laborista auténtico, humilde, con pedigrí. Repitió tanto que es hijo de un fabricante de herramientas que en una tele el público ya se rio. «No es para tomarlo a broma», dijo Starmer, que en términos de conexión emocional es indistinguible de un moái de la isla de Pascua. Anticipo de tantas catástrofes contemporáneas, la política británica se muestra asombrosamente incapaz de gestionar la relación con el privilegio. Como si pudiese a uno redimirle su pobre padre muerto. El de Margaret Thatcher era tendero. Y fíjense. Parece que el de Keir Starmer sí fabricaba herramientas. Pero puede que no como empleado en un taller dickensiano, sino en una pequeña empresa. De su propiedad.
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