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El domingo hará un mes desde que Carles Puigdemont regresó a Barcelona. El expresident había prometido que su vuelta no sería una provocación o una gamberrada y fue ambas cosas. Recordarán que Puigdemont llegó, dio un discurso con el nerviosismo de quien se ha dejado ... algo en el fuego y huyó -otra vez- en un coche. Los Mossos no pudieron detenerlo. Alegaron, entre otras cosas, problemas con una «fase semafórica». El episodio fue ridículo, pero arrojó una lección de táctica policial: a luchar contra los imprevisibles semáforos hay que enviar siempre a los de operaciones especiales.
En realidad, todos sabemos que a Puigdemont no se le detuvo porque no convenía. El suyo es un caso nunca visto: un líder independentista oprimido por un país tiránico en el que él mismo diseña leyes a su favor y sostiene personalmente al Gobierno. Entre las vacaciones, el cachondeo y el déficit de atención, su regreso pudo parecer un esperpento, pero fue el cese del Estado de derecho por conveniencia gubernamental. Organizando el teatrillo en plan agente del GRU, Gonzalo Boye, ese abogado al que no puede negársele la implicación profesional. No solo te defiende de los delitos que se te imputan, sino que después, cuando tras su defensa invariablemente te condenan, parece encargarse también de gestionarte él mismo los negocios delictivos.
Junto a Puigdemont está también Jordi Turull, que asume el reto enorme de ponerle épica a la cosa. Ayer reveló que, tras el discurso fugaz en Barcelona, el expresident se escondió en dos pisos y espero para fugarse a que los Mossos levantaran la 'operación jaula'. Ambas cosas, la ocultación y la huida, fueron según Turull una forma de «plantar cara». El chiste casi ni se advierte porque Cataluña lleva años atrapada en un sainete sin freno, una especie de superproducción de La Cubana. La noticia es el triunfo absoluto e inesperado de la obra en Madrid. Cualquier día vemos en el Senado a la ministra de Hacienda atacando el 'sketch' lioso de la financiación singular y el cuplé desternillante del privilegio solidario. Mañana, por ejemplo.
País Vasco
La venta de coches 100% eléctricos no iba bien y está consiguiendo ir peor. Preocupado, el sector advierte de que así no se cumplen los objetivos para la transición energética. Pero es probable que el ciudadano no esté pensando precisamente en eso a la hora de comprarse un coche. Lo normal será pensar en el dinero, los posibles problemas y las prestaciones del vehículo. Así, la venta de coches diésel se desploma y la de coches de gasolina resiste a la baja pero inesperadamente, como si hubiese gente que llega al concesionario llevando en el hombro un pequeño Josu Jon Imaz susurrante. Mientras tanto, es el coche híbrido no enchufable el que se impone. En el País Vasco supone ya la mitad de las ventas totales y se intuye que el comprador persigue sobre todas las cosas la pegatina que ahuyenta los problemas y las restricciones presentes y futuras. El movimiento es resignado y lógico. Y comprende uno al pobre comprador que no se preocupa tanto por la política medioambiental comunitaria como por confirmar a cada rato que con eso de híbrido no enchufable el vendedor sigue refiriéndose a un coche y no a una freidora de aire o a cualquier otro objeto prestigioso y hasta ayer mismo inexistente.
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