Urgente Grandes retenciones en la A-8, el Txorierri y la Avanzada, sentido Cantabria, por la avería de un camión

Aseguran en Vox que su decisión de romper los pactos de gobierno con el PP en cinco comunidades es lo nunca visto en la política española. El anuncio desde luego fue original: una comparecencia medio nocturna en la que los participantes tenían cara como de ... estar al tiempo asistiendo a un funeral y sufriendo un secuestro. Santiago Abascal dejó claras dos cosas: Feijóo va a comenzar a dar machetazos a la gente y en Vox no se aferran a los sillones. Lo primero puede que lo entendiese yo mal. Respecto a lo segundo, entre los consejeros que rodeaban al gran líder abundaba un gesto que hacía pensar en que no es fácil ver cómo tu jefe te obliga a abandonar tu sillón para conservar el suyo pero se cuelga él la medalla del desapego sedente. Y de qué manera. Ayer, solo en un artículo de Hermann Tertsch se hablaba sin rubor de un «gesto de dignidad y sacrificio inaudito en la política española» que convierte a Vox en la alternativa a todo lo existente «de la forma más épica imaginable».

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En cuanto a la épica imaginable, ayer también supimos que al menos dos consejeros prefieren dejar Vox a dejar su puesto. Al mismo tiempo, llama la atención que Vox rompa con el PP en los gobiernos autonómicos pero solo amague con hacerlo en los ayuntamientos. Sobre todo porque Abascal insiste en que, aceptando el reparto de menores extranjeros, el PP es cómplice de «una decisión letal para el pueblo español». Que eso te impida gobernar con el PP, pongamos por caso, en la Comunidad Valenciana, pero no en Valencia hace pensar en que al pueblo español se lo salva por alguna razón en Paterna, Sagunto y Burjasot. El providencialismo de Vox es como se ve entre improvisado y extranjerizante. Ya tiene que ser una fantasía estar en Castilla y León y creerte en Saint-Denis. Pues aun así será más increíble ver cómo, después de que la extrema derecha haya roto con la derecha, para el PSOE ambas sigan integrando una unidad inquebrantable mientras sus socios de Esquerra y Junts se niegan a recibir menores extranjeros como la extrema derecha, pero ellos por motivos estrictamente antifascistas.

EE UU

Kamala Trump

Hay un plano de la rueda de prensa del jueves en la cumbre de la OTAN en el que se ve al secretario de Estado Antony Blinken en el momento en que el presidente Biden se refiere a Kamala Harris como «vicepresidente Trump». La carita que pone Tony (Albares y yo le llamamos así) es un cataclismo contenido. Antes Biden llamó «presidente Putin» a Zelenski, demostrando que su candidatura a la reelección, además de un error sostenido, es una extraña forma de crueldad. Lo pasa uno mal viendo a Joe Biden, al que le afloran ahora como un testigo dramático las intervenciones de hace diez años, cuando era el vicepresidente de Obama y debatía como un felino carismático y seguro de sí mismo que tenía entre otras cosas la política exterior estadounidense en la cabeza. Es probable que la siga teniendo pero su fragilidad parece ya incompatible con el liderazgo. En el entorno demócrata aumenta la presión política y económica para que dé un paso atrás. Ayer el presidente anunció que Israel y Hamás han acordado un marco para negociar una tregua y el mundo no dudó si se refería realmente a Israel y a Hamás solo porque el anuncio Biden no lo hizo de viva voz sino en Twitter.

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