![Montesquieu y la sutileza](https://s1.ppllstatics.com/elcorreo/www/multimedia/202001/14/media/cortadas/barriuso14-kszD-U901217164262z7D-624x385@El%20Correo.jpg)
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Vaya por delante que la politización de la Justicia no es nada nuevo en este país. Ni la ha inventado Pedro Sánchez ni acabará cuando expire su mandato. Curiosamente, el PP entonó ayer el lamento del que se jactaba Alfonso Guerra cuando el PSOE promovió ... en 1985 la reforma del Poder Judicial para que los veinte vocales fueran, en la práctica, designados en los cenáculos políticos. Montesquieu ha muerto, proclamó el inefable vicepresidente. Viva Montesquieu, le contestaron los mismos que, cuando más tarde gobernaron, tampoco hicieron nada por devolver al CGPJ su independencia perdida. De hecho, no es de esperar que el PP se apreste ahora a facilitar la renovación del Consejo, un jugoso resorte de poder desde el que controlar salas clave con las que apretar las tuercas al Gobierno. Ya lo dejaban al descubierto en toda su crudeza aquellos mensajes del senador Cosidó que frustraron el nombramiento de Marchena al frente del CGPJ y el pacto entre socialistas y populares para renovarlo. «Controlando la Sala Segunda desde detrás...».
El prólogo viene al caso porque el manejo de los resortes judiciales, incluida la Fiscalía General del Estado, desde el poder político es una tentación que ningún Gobierno ni ningún partido ha querido soslayar. Cuando el PNV, por ejemplo, ha podido proponer vocales para el Consejo ha tirado de políticos de la casa, como Emilio Olabarria o Margarita Uria. El último magistrado nombrado en la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Vicente Magro, había sido senador del PP. A Montesquieu hace tiempo que se le da por muerto y enterrado, pero el nombramiento de Dolores Delgado al frente del Ministerio Público, que ha emborronado los intentos de Sánchez de suavizar el sabor amargo que dejaron sus cesiones a ERC y al PNV para amarrar la investidura, es algo más que un nuevo desaire a la teórica separación de poderes. Es otra demostración de que con este presidente del Gobierno siempre existe el más difícil todavía.
El paso exprés del Ministerio de Justicia a la Fiscalía General es una puerta giratoria de libro (esas con las que iba a acabar para siempre el flamante vicepresidente Iglesias), destinada además a embridar a los fiscales 'indomables', los mismos que, con Javier Zaragoza al frente, han mantenido posiciones mucho más duras contra los cabecillas del 'procés' que las que defendía el propio Gobierno. Si se pregunta dentro del PSOE y en la órbita progresista de la Judicatura la respuesta es similar y se refiere al descontento de Sánchez con María José Segarra, la antecesora de Delgado, por su escasa capacidad de mando sobre unos profesionales que, en teoría, no dependen ni orgánica ni funcionalmente del Gobierno. «Es un puesto para el que hacen falta galones». Otros hablan del legendario carácter de la exministra, la única capaz de «someter» a sus subordinados.
Aunque su nombramiento es difícil de frenar porque técnicamente cumple todos los requisitos, políticamente es poco presentable y de estética dudosa, algo que hasta se admite, a regañadientes, en las filas socialistas. Fuera, pocos dudan de que la misión de Delgado es acompasar los movimientos de la Fiscalía a la negociación política con el independentismo catalán, con las carpetas de los permisos penitenciarios, de Trapero, o incluso de posibles indultos aún pendientes. Lo más surrealista es que cuando Sánchez dijo aquello sobre la subordinación de la Fiscalía al Gobierno de turno lo hacía para jactarse de que arrastraría a Puigdemont hasta la cárcel. Ahora, al parecer, pretende atar en corto a los fiscales para no pisar los callos a los soberanistas. Y Carmen Calvo, tan campante, achaca el jaleo a la actitud «irracional» de la oposición. Con un par. También dijo Montesquieu que «el hombre de talento está más naturalmente inclinado a la crítica porque ve más cosas que los otros hombres». Debe de ser que entre los talentos de Sánchez no se incluye la autocrítica. Ni la sutileza.
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