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Es probable que el campeón olímpico Greg Louganis haya viajado bastante por el mundo, que conozca muchas ciudades. Hace dos semanas estuvo por aquí con los clavadistas de Red Bull y cuando se le preguntó por Bilbao dijo lo habitual, que todo muy bonito, y ... también dijo algo más curioso: le había sorprendido la cantidad de gente que se veía paseando perros por la calle. La observación no es un disparate. Hay muchos perros. Algunos incluso van en brazos y vestidos de señores. Eso quizá quiere decir que Bilbao es una ciudad amante de los animales. Desde luego quiere decir que es una ciudad entrada en años. Piénsenlo. Las mascotas ofrecen algo que a los jóvenes por lo general les sobra, compañía, y requieren cosas de las que los jóvenes por lo general carecen: rutinas, estabilidad, certezas. Y dinero.
Bilbao es una ciudad mayor y acomodada. Con frecuencia parece detenida en el ámbar exitoso de su propia reinvención. La satisfacción es manifiesta y favorece el peligro de la autocomplacencia. Son siempre peores las ciudades que se miran constantemente en el espejo y exclaman juicios superlativos. «Aquí se vive muy bien», podría inscribirse en el escudo de la villa, quizá sobre el pretil del puente de San Antón. El problema es que la calidad de vida necesita productividad para mantenerse pero al tiempo invita al conformismo. Los expertos advierten de que la ciudad está perdiendo fuerza, energía, empuje. Porque faltan jóvenes, claro. Pero también porque muchos jóvenes parecen soñar con sacarse una oposición y dar entonces el paso decisivo: adoptar una mascota.
El problema se redobla si pensamos que esta ciudad que alcanza su acmé apasionante en mediodías como el de ayer -aperitivo en Indautxu, partido en San Mamés y comida familiar- se ha prometido a sí misma un futuro relacionado con la vanguardia, el diseño, las universidades, la tecnología y las 'startups'. Y tampoco descarten que ahora mismo se esté organizando alguna movilización vecinal contra el futuro. «Nos gusta el presente: no queremos líos», en la pancarta. Las instituciones tienen sin embargo el discurso listo y confían en que la calidad de vida atraiga el talento. También en que el TAV lo haga llegar mucho más rápido. Cuando menos, es una apuesta franca. La alta velocidad también puede servir para que quien se aburra se largue más rápido.
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