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Nada cambia más a las personas que la tentación del poder. Ni el alcohol, ni las drogas, ni por supuesto el tabaco generan una dependencia tan fuerte y persistente. Hay personas que se interesan en la política y siguen esa carrera siempre con altibajos, pero ... de manera correcta. Suelen ser los menos. Los peores son los que arriban a los puestos de mando un poco de rebote o incluso por casualidad y quieren quedarse. Hay muchos ejemplos tanto en España como en el resto del mundo, empezando por el ínclito Trump, que enredó en las primeras jugando de farol y acabó en la Casa Blanca creyéndose dueño y señor mundial de vidas y haciendas.
Aquí en España el caso más reciente, y tan conmovedor de puro trivial, es Carles Puigdemont, quien habiendo accedido a la presidencia de la Generalitat de Cataluña por descarte y haberse encoñado con sueños de mayor grandeza, vaga ahora por las calles heladas de Bruselas igual que un alma en pena, sin comprender que lo que tuvo en sus manos le fue dado por arte y magia de la CUP y no supo retenerlo. Tres o cuatro años atrás nadie habría apostado un euro por su futuro político. Había llegado sin méritos a la Alcaldía de Gerona y, aparte de su ideología ciegamente independentista, poco aportaba al cargo.
Pero los antisistema de la CUP, que en condiciones normales usufructuarían de la libertad política que les vino dada sin mayores potestades, por una de esas casualidades que se dan en la política, se convirtieron en los cancerberos de la mayoría parlamentaria, doblaron el pulso a las pretensiones de Artur Mas a perpetuarse en la Generalitat, y facilitaron que una persona sin más imagen que la de su pelambrera, pero de ambiciones insospechadas y escasa capacidad de eclipsar a ninguna estrella mediática, asumiera la sucesión.
Puigdemont accedió al poder en préstamo, pero además de ejercerlo a trompicones, sin inteligencia, ni pragmatismo ni perspicacia, enseguida empezó a gustarle. Se olvidó rápido de que no repetiría en las elecciones y cuando sus errores reiterados le enfrentaron con la realidad, que no sería otra que la cárcel, optó por ponerse cobardemente a cubierto y pasar a ejercer el papel de víctima prófuga, sin saber exactamente a dónde puede llegar y predestinado por lo tanto a no llegar a ninguna parte. Parece no ser consciente de que sus opciones no tienen más que una alternativa incierta.
Quiere volver, sueña con volver al punto de partida, al puesto de president que no supo desempeñar, que deterioró y desprestigió. Y para ello, además de tener que cumplir antes el requisito de rendir cuentas a la Justicia, la realidad es que en el fondo y buena parte de la superficie los que antes le aplaudían entre esteladadas, ahora prefieren verle lejos y se sienten satisfechos, por mucho que lo nieguen y disimulen, de que el Estado se encargue de ahuyentarle de sus ambiciones.
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