Hace diez años que lo supe y, desde entonces, me cambió la mirada cada vez que paso por la plaza de Amezola. Allí, hoy hace 40 años, una bomba asesinó a un niño de 12 años, a su hermana de 17, embarazada a término, y ... a un hombre de 59 años. El espectáculo dantesco que provocó la explosión impresiona sobremanera al ver las imágenes en la prensa de la época, que hasta en eso hemos cambiado, ya que ahora informamos sin crudeza, sin incomodar al feliz lector para que todo le resulte digerible, correctamente asumible y políticamente admisible. Pero el hecho es brutal: una bomba, hace cuarenta años, rompió cuatro vidas y dos familias. ¿Motivo? ¿Acaso puede haberlo? Autoría desconocida, aunque parece que la Triple A reivindicó el atentado.

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Se llamaban Anastasio Leal, María y Antonio Contreras Gabarra. Sus familias se quedaron con sus dolores y el resto seguimos como si nada. Así que hace 10 años, en un acto organizado por Gesto por la Paz de reivindicación y memoria de las personas asesinadas en Bilbao durante 40 años entre la primera víctima Fermín Monasterio- y la última -Eduardo Puelles-, supimos de muchas víctimas sin apenas nombre memorable y ahogadas en el olvido social. Y estas tres, bueno, cuatro personas arriba mencionadas merecen un recuerdo, unas palabras en su memoria y un abrazo cercano a sus familias. Ese es el propósito de estas letras.

Aquel año, ese en el que vivimos peligrosamente, cada 90 horas el terror se llevaba una vida por delante y decenas de tristezas en sus alrededores. Pero asesinar a un niño, a una niña tiene un plus de crueldad; si todo fue un sinsentido, jugar con la vida de una criatura es el mayor de los dolores que alguien puede infligir sobre los demás; de la misma manera, no hay mayor dolor que enterrar a un hijo, máxime si todavía es niño: la sensación de fracaso por no haberlo evitado así como el dolor infinito de la pérdida; y, claro, la soledad, sí, soledad absoluta después de los primeros y segundos abrazos y pésames. Al final, cada cual se queda con su losa de amargura y su forma de salir del agujero. No hay remedios infalibles ni bálsamo de Fierabrás que lo cure. Matar a un niño es matar una vida estrenándose, es degollar el aliento y el inicio de un recorrido vital. No es un error, simplemente es un horror inadmisible.

Unos meses antes, en marzo de ese trágico 1980, José María Piris, un chico de 13 años, volvía con dos amigos a su casa de Azkoitia en el coche de su padre, después de haber jugado un partido de futbol con sus compas del colegio. Mientras el padre aparcaba el coche, José Mari cogió del suelo una bolsa con unos imanes a la vista. En ese momento explotó el artefacto y se llevó por delante la vida del chico; cerca estaba su amigo Fernando, que quedó muy grave y, tras permanecer más de 20 días en la UCI, logró salvarse pero perdió la vista de un ojo y le quedaron secuelas en la cara. Eran niños. La tristeza y el desamparo empujaron a estas dos familias a marcharse para siempre de Azkoitia. ETA quiso matar a un guardia civil y todo «salió mal», ya que, en vez de asesinar a un joven, asesinó a un niño. Ese joven superviviente, ese guardia civil, se acercó a donde Carmen, la desconsolada madre de José Mari y, llorando, le pidió perdón por haber sido él el destinatario de aquella bomba. Es la perversión que persiguen los autores, que nos quisieron convencer de que los enemigos del pueblo son esos y teníamos que apartarnos para que nada de su infecta existencia nos salpicara. Cada vez había más enemigos a eliminar y menos espacios de libertad.

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ETA asesinó, y no por error, a 22 niñas y niños, la mayoría en ataques a cuarteles y atentados indiscriminados. Nadie mereció morir y menos todavía esas criaturas. Los que siempre justificaron y bañaron en retórica militar aquellos crímenes deberían explicarnos si siguen en ese discurso o -tal y como suelen decir últimamente- prefieren no volver al pasado. Claro que, si es para homenajear a un preso por su impoluto expediente de juventud o a un etarra muerto, sí miran atrás y ensalzan el pasado decorándolo de heroísmo y virtud belicosa.

Seguro que todos ustedes recuerdan con claridad la imagen de Kim Phuc, la niña vietnamita que huye aterrorizada de las bombas y del napalm. El fotógrafo Nick Ut pulsó el obturador y se estremeció de dolor viendo la infernal secuencia de niños abrasados por el compuesto químico que arrojaron en sus bombas los estadounidenses en su afán de masacrar a la población civil. Nick Ut dejó sus cuatro cámaras en el suelo y fue a por agua para derramarla y aliviar el dolor de esos niños abrasados. Declaró que era su obligación atenderles y llevarles al hospital; que si no lo hubiera hecho, se habría quitado la vida. Formas de entender la importancia de cuidarnos, formas de sufrir ante el dolor ajeno y no admitir que un niño sufra una injusticia desmedida.

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