La sesión de investidura del lehendakari trasladó una sensación contradictoria. Se insistió en ella en que la situación es extraordinaria y dramática, pero se hizo en un debate ordinario y soporífero. Tampoco será fácil comunicar la emergencia cuando hace, no sé, un año, sin noticias ... del coronavirus y con treinta mil parados menos, medio Parlamento vasco ya sostenía, apocalíptico y confortable, que todo era del todo insostenible.
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Quizá fue el pacto de gobierno entre PNV y PSE lo que mejor transmitió ayer la gravedad de todo. Aunque fuese solo por el título: «¡Euskadi en marcha!». Con exclamaciones. Debo decir que tengo un problema con la fórmula. Escucho «en marcha» y suena en mi cabeza el inicio de 'In the mood' de Glen Miller. Sé que se traducía como «En forma», pero da igual. Me dices «Euskadi en marcha» y se me arranca en la cabeza una big band. Nunca te lo perdonaré, Gobierno vasco. También, ya puestos, se me arranca la reminiscencia. Es que en 2012 Urkullu ya dijo que iba a poner Euskadi en marcha. Lo hizo en Sukarrieta, junto a la tumba de Sabino. Estábamos en otra crisis y el líder del PNV acuñó un lema hasta mejor: «Euskadi pide acción». Suena a sábado noche. Aquel Urkullu dispuesto a todo estaba en la oposición.
Por lo demás, 'Euskal Herria en marcha' fue el lema de una campaña de la mayoría sindical en 2012. Y 'España en marcha' fue el lema de Ciudadanos en las últimas elecciones. Menudos carteles. Un Albert Rivera nítido y sonriente caminaba al frente de un grupo desenfocado y centroliberal. Luego supimos que Rivera avanzaba hacia su propia destrucción. En Ciudadanos copiaron el 'En Marche' de Macron, claro, quizá sin darse cuenta de que EM son las iniciales del francés. Cómo estará de usada la exhortación motriz que hasta Podemos la usó, aprovechando un poema de Gabriel Celaya. «El futuro se llama España en marcha», clamaba Iglesias de joven en la Puerta del Sol. Y por megafonía atronaba Paco Ibáñez cantando a Celaya en el Olympia.
Qué tiempos. No hacíamos más que ponernos en marcha. Todo el mundo poniéndose en marcha. No debió de conseguirlo nadie, eso sí. Lástima. Quizás ahora podríamos arrancar con alguna marcha ya metida y generando la clase de confianza que está relacionada con la potencia y la decisión, o sea, con la velocidad.
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Huelga
Se entiende el nerviosismo de las familias ante el inicio del curso. Cómo estará siendo todo de improvisado que hasta la huelga de profesores se ha convocado a última hora. Los sindicatos denuncian que no tienen interlocución con el Gobierno y ayer el lehendakari repitió que la vuelta al colegio se ha diseñado en coordinación con la comunidad escolar. Todo no puede ser cierto a la vez. Los profesores exigen un «retorno seguro» y paran, por ahora, el día 15. A qué llaman seguridad en estos tiempos interesará sin duda al resto de los trabajadores, a los que van quedando, quiero decir. Siendo como soy un sentimental, siempre he pensando que un profesor no es un trabajador como el resto. Es más importante. Alguien que, en medio de toda esta crisis, y más allá de las facturas que deban pasársele a la Administración, sabe que su lugar está junto a sus alumnos. Porque educarlos es hacerlos más sabios, pero también mejores. No es mío, es de Montaigne. A los profesores de letras sé que nunca se la podría colar.
Castells
Emociona cuando un país se une en un proyecto ilusionante. Por ejemplo, colgarle a un ministro un sambenito. El ejercicio es antiguo y ha dado grandes momentos. Acuérdense de Fernando Morán, que pasó a protagonizar chistes. O de Esperanza Aguirre, que jamás dijo que Sara Mago fuese una creadora portuguesa de su agrado. Pero que se aparte la verdad cuando coge velocidad la diversión. Ahora se le quiere poner fama de flojo y ausente a Manuel Castells. El ministro de Universidades tuvo que salir a desmentirlo ayer, en su primera comparecencia en meses. «Es una leyenda urbana», aseguró. Y añadió que lo que pasa es que le trae «sin cuidado» el «ruido mediático». La verdad es que solo imaginar la incredulidad, el espanto, en la brigada de comunicación de Moncloa, te pone del lado de Castells, que es un sociólogo de fama mundial especializado, justamente, en la sociedad de la información. También es un viejo profesor de Berkeley. Confieso que me gusta imaginarlo canturreando en el despacho alguna de Grateful Dead y llamando a veces a los tres o cuatro funcionarios de su ministerio ficticio para preguntarles si están en la onda o qué rollo llevan.
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