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Lo ha hecho notar, con su talento raudo y feraz -el mismo que, entre otros felices hallazgos, le ha llevado a referirse a la obsolescencia de los electrodomésticos modernos para describir la velocidad a la que se suceden los consellers de Cultura-, el escritor barcelonés ... Javier Pérez Andújar: vuelve el Greco. Ahora resulta que chocar los codos, ese gesto grotesco y gallináceo al que todos nos habíamos acostumbrado por prescripción de las autoridades sanitarias y a falta de una alternativa mejor, deja de estar recomendado y en su lugar se aconseja llevarse la mano al pecho, como el adusto caballero del celebérrimo cuadro.
No cabe duda de que desde el punto de vista estético, también por consideraciones de dignidad y continente, la nueva fórmula le gana de calle al codazo simultáneo y aprensivo. Un hombre o una mujer que se llevan la mano al corazón no tienen que perder la compostura, la posición ni la verticalidad. Tampoco dan la imagen de duda y mezquindad que acarrea buscar ese mínimo contacto entre articulaciones para saludar al prójimo. Con la mano en el corazón se ofrenda todo lo que uno tiene; el corazón, en definitiva, es el motor de la vida de la que cuelgan todas nuestras aspiraciones, todos nuestros afanes, todas las ilusiones que nos hacemos sobre lo que somos o podríamos ser.
La gran paradoja es que ponerse la mano en el pecho envía al saludado un mensaje de intensidad máxima que no siempre está justificado -como sí puede estarlo el apretón de manos, que no es otra cosa que indicarle al otro que uno acude a él sin empuñar un arma-, pero lo hace por la vía de eliminar ya del todo el contacto físico con el otro, es decir, de llevar al extremo la distancia personal y convertirnos en islas que no se tocan.
En el intercambio social esto no es demasiado grave. Para muchas mujeres, sobre todo en España, ha resultado un alivio dejar de estar expuestas a los besucones abnegados que moran entre nosotros, y ante los que antes se hallaban inermes. Que a quien no se conoce mucho se le deje de tocar y se le salude con un contacto con uno mismo no supone una pérdida excesiva. Lo malo es cuando uno quiere demostrarle a alguien una verdadera efusividad, ya sea por razones permanentes y arraigadas -de parentesco, amistad o convivencia- o coyunturales -piénsese en el tipo que acaba de salvar a nuestro hijo de un incendio-. En ese contexto, limitarse a llevarse la mano al pecho, gesto que la reiteración rutinaria acabará devaluando, parece poca cosa.
Habrá que inventar otro. Quizá llevarse las dos manos.
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