En las facultades de Medicina a los estudiantes se les enseña a curar al prójimo. Sin duda, está bien pensado. Aprender a curar es importantísimo. Y muy complejo. El prójimo no solo está lleno de órganos, huesos, tejidos y cosas extrañísimas, sino que además enferma ... y se accidenta de los modos más originales. Eso requiere mucha especialización. Lo que no parece estar tan bien pensado es que los jóvenes médicos se enfrenten por primera vez a un prójimo al que no van a poder curar, y al que sin embargo deben atender, cuando al fin llegan a un hospital. O sea, cuando todo va en serio.

Publicidad

Pensar que la medicina debe rozar constantemente el milagro y obviar la evidencia de que es solo cuestión de tiempo que toda vida no tenga solución es un error muy de esta época. El error se agrava en una sociedad como la nuestra, que es longeva y avanza hacia niveles de envejecimiento nunca vistos. Una sociedad a la que una epidemia de coronavirus ha enfrentado a la realidad de cómo viven y mueren sus mayores sin el menor resultado aparente, más allá, claro está, de la infalible sobreactuación y el puntual aprovechamiento.

Imagino el espanto de la clase política, refractaria por principio a enfrentarse a cualquier asunto recio, pero deberíamos ponernos de una vez con la muerte, que siempre es triste, pero puede ser buena si llega tarde y sin ensañamiento. Hace ya treinta años que el doctor Sherwin Nuland, autor del canónico 'Cómo morimos', reivindicaba en ese sentido algo que llamaba «la resurrección del médico de familia». Y recordaba que la mayoría de la gente no va a necesitar al final de su vida «un campeón de la medicina tecnológica», sino la comprensión de «un viejo amigo médico» que te conoce y sabe que tu muerte te pertenece a ti y a quienes te rodean. Si la brillantez de los genios de la cirugía impresionante es admirable, la vieja y noble sabiduría está en los médicos que acompañan a sus pacientes a la muerte con la mayor humanidad. Escúchenles hoy, que el día es propicio. Recuerdan a los médicos libres de los hombres libres de los que hablaba Platón. Aquellos que conocen a sus pacientes, aprenden de ellos y se esfuerzan, cuando la curación ya no es posible, en dulcificar su espíritu y garantizarles que pueden estar tranquilos porque van a ir de su mano hasta el final.

BRASIL

Como ausente

La democracia es el traspaso pacífico y ordenado del poder. Conviene recordarlo cuando hemos visto al presidente de la democracia más antigua del mundo reaccionando a una derrota electoral con una grotesca denuncia de fraude. Aquello terminó con un asalto violento a la sede del poder legislativo. Ayer por la tarde Jair Bolsonaro aún no se había manifestado sobre las elecciones que perdió el domingo. Ya llegaba tarde para felicitar a Lula, su oponente, agradecer la confianza de sus votantes y hacer alguna clase de llamamiento elegante a la unión de todos los brasileños. El problema es que de Bolsonaro es fácil esperar lo peor y en Brasil hace falta muy poco para que estalle en la calle el polvorín. No hay político más infame que aquel que por su propio beneficio sitúa a su país ante el precipicio de la violencia.

Publicidad

CGPJ

El parchís

La portavoz del Gobierno se refirió ayer a Feijóo como «este señor» al no «atreverse ya» a llamarlo «líder del PP». El coordinador general del PP se refirió a Pedro Sánchez como «un mal español» y «un mal socialista». Isabel Rodríguez dijo que Feijóo es tan tramposo que con él no se puede «ni jugar al parchís». Elías Bendodo dijo que lo que hace Sánchez es «una traición a España». Pasan las horas y queda claro que lo del Poder Judicial, más que una colisión de estrategias, fue un choque de chantajes. Lo reseñable es que el cruce declarativo posterior, la reyerta enfática, además de vergüenza ajena, produce una sensación desoladora, pero nueva. Como si te tuviesen secuestrado unos niños insufribles, mimados y gigantescos.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad