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El cardenal Tarancón, icono de la Transición eclesial y política, atravesó la puerta del viejo caserón de Rosa Jardón 4, en Chamartín, para compartir una cena con los estudiantes de Periodismo de la residencia Azorín, impulsada por Manuel de Unciti y Ayerdi, sacerdote y periodista ... de San Sebastián, que invitaba a personalidades para compartir sus experiencias. No se oía ni un tenedor. La intervención no tenía desperdicio. Y en un momento lo soltó. En una visita de Adolfo Suárez a La Zarzuela un grupo de generales pusieron una pistola sobre la mesa para conminar al presidente a que abandonara la presidencia. El líder de UCD se lo contó al presidente de los obispos. Era uno de los secretos de la Transición y se comentaba en una larga mesa rodeada de futuros comunicadores. Vivir y formarse en aquella casa, en la que circulaba una información tan confidencial y privilegiada, era todo un lujo.
El episodio figura en el contenido del libro 'Manuel de Unciti. Misionero y periodista' (Editorial San Pablo), en el que el profesor y periodista Juan Cantavella reconstruye con precisión de cirujano y rigor histórico la vida y obra de Manolo, así era como le llamábamos todos, y las coordenadas del tiempo en el que le tocó vivir. Y lo cierto es que por aquella residencia pasaron muchos protagonistas de la Transición, eclesial por supuesto, pero también política. Políticos como Joaquín Ruiz Jiménez o Gregorio Peces Barba, teólogos como Enrique Miret Magdalena o José María Díez Alegría, y monseñores como Alberto Iniesta, el 'obispo rojo' de Vallecas, al que Unciti ayudó a montar su Asamblea Cristiana, que fue abortada por el régimen franquista.
Iniesta era incómodo para algunas estructuras. Unciti también. Él quería ser misionero y se especializó en Misionología en París, pero sus mentores tenían otros planes para él y le encaminaron hacia la comunicación, tal y como revela Cantavella en su detallada biografía. Esa decisión le llevó hasta el Concilio Vaticano II, que pudo vivir en directo, y a predicarlo y socializarlo desde los púlpitos seculares. Formó parte de una generación de sacerdotes periodistas que se adelantaron al Concilio y a la primavera del papa Francisco. No era una Iglesia de campanario. Por su comprometido aperturismo sufrieron momentos de persecución eclesial, «que muchas veces empieza en la propia casa», como recordó monseñor Juan Del Río en el homenaje póstumo que le dedicaron su amigos. El libro enumera también algunos de esos tragos amargos.
Pero si algo queda claro es que Manolo era un espíritu libre. No se callaba. Su lema favorito era que la verdad duele, pero nos hace libres. «El primer deber de un buen periodista es combatir la mentira», proclama estos días Javier Cercas al recibir el premio Francisco Cerecedo. «El periodismo honesto es más que nunca necesario», insiste. Y le veo a Unciti animándonos a dar la cara, a ser rebeldes con causa, a seguir formándonos para que no nos vendan mercancía caducada. Con su lápiz rojo en ristre, corrigiéndonos una y otra vez los textos que escribíamos para 'Pueblos del Tercer Mundo', porque les faltaba contextualización o porque eran imprecisos. Y buceábamos en 'Le Monde' y en 'La Croix' para escribir sobre la trayectoria de Hélder Cámara, el 'hombre nuevo' de Mao o la dictadura del general Videla en Argentina.
En la residencia Azorín se desempolvaba un Evangelio sin consignas y palpitaba la actualidad. Cantavella da fe de ello en este libro. En mi caso me tocó vivir la agonía del franquismo y el alumbramiento de la democracia. La casa era un permanente foro de debate, siempre animado por Manolo, que no dejaba de echar madera cuando los rescoldos amagaban con apagarse. Políticos, periodistas, teólogos, intelectuales… Cuánto pensamiento crítico. Cuánto conocimiento. Siento nostalgia de aquella etapa, ahora que vivimos tiempos de política líquida y periodismo evanescente.
«La Transición fue una solución a una crisis histórica de 200 años», según el diagnóstico del historiador Juan Pablo Fusi, molesto con las visiones simplificadas de aquél proceso. El filósofo Daniel Innerarity habla ahora de una democracia irritada ante la oleada de protestas en todo el mundo. En aquellos tiempos de Casa Unciti la oposición a Franco trabajaba por la ruptura democrática y una parte del periodismo se movilizó por las libertades, mientras un sector de la Iglesia tejía la mortaja para el nacionalcatolicismo. Vivimos aquel momento en las calles, en la Universidad y en las redacciones. Pero la verdadera escuela fue la residencia de Manolo, que se conviritió en una incubadora de periodistas (más de 300) con el sello del humanismo cristiano.
Aquello no era una carga, incluso nos hacía más libres para afianzar nuestra conciencia crítica y defender la dignidad humana. Como a Manolo, que era un teólogo en vaqueros y animó aquel foco de cultura democrática hasta el fin al de sus días. Murió a los 83 años, pegado a una botella de oxígeno, pero vivió el hilo de la actalidad hasta el último minuto, también en las páginas de El CORREO, en las que colaboraba de manera asidua. El libro de Cantavella es un homenaje a un referente de la comunicación ética y cristiana, un hombre de tertulias interminables, de generosidad infinita y de audacia profética. 'Nulla dies sine linea' (ningun día sin una línea), nos aconsejó. Y ahí estamos. También para reivindicar su memoria.
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