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Quien esto escribe nació en Madrid, donde salvo siete años ha vivido durante su medio siglo largo de vida. No firma lo que sigue alguien que sienta alguna clase de inquina o recelo hacia una ciudad y una comunidad en las que desde que tiene ... uso de razón ha encontrado un excelente lugar para vivir. También para escribir, por la libertad con la que permite hacerlo. Y no ha sido nunca Madrid con el que suscribe cicatero o desagradecido. Al revés: no le ha regateado ni distinciones ni reconocimientos.
Y sin embargo, porque una de las más bellas cualidades de Madrid es que no exige de los suyos ejercer chovinismo alguno, ver los últimos datos del INE sobre el PIB español le provoca a este madrileño un escalofrío, ante la constatación de que esta comunidad, en la que vive poco más del 14% de la población española, acumula ya el 20% de la riqueza que produce el país y se convierte en la primera de la lista, por delante de otras mucho más extensas y pobladas. No se le oculta a nadie que ese primer puesto le ha sido cedido por obra y gracia de las políticas suicidas de quienes gobiernan la comunidad que hasta ahora lo ocupaba, Cataluña, pero hay cifras que indican que esa hegemonía madrileña tiene unas raíces patológicas, que dudosamente son saludables para el conjunto del país y a largo plazo pueden llegar a ser nocivas para los propios madrileños. O no tan a largo plazo: que les pregunten a todos los que se están viendo forzados a mudarse en los últimos años, por culpa de la vorágine de subida libre en los precios de los alquileres.
Especialmente significativo resulta constatar que el PIB madrileño (de 230.000 millones de euros, en números redondos), casi duplica la suma del PIB de las cuatro comunidades en las que se dividen hoy las antiguas dos Castillas (Castilla y León, Castilla-La Mancha, La Rioja y Cantabria), y que representan una porción sustancial del territorio español, en buena parte coincidente con lo que últimamente se ha dado en denominar la España vaciada. Que la riqueza afluya y se concentre en ese triángulo central de la vieja Castilla, despojando todo lo demás, es un notorio desequilibrio territorial que además de conducir a la sobreexplotación de ese centro dilapida las posibilidades del resto. Que Castilla como sujeto histórico, político y económico ha sido la gran perdedora del Estado de las autonomías es hoy una realidad difícilmente discutible. Basta apreciar su nulo peso en la configuración del debate nacional, frente al que tienen otras comunidades históricas más reducidas y menos pobladas.
Falta subrayar cómo Madrid, que siempre fue Castilla, pero identificado gracias a su vigor con el poder económico y político central, contribuye a esa irrelevancia. Una triste noticia.
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