A estas alturas, raro es quien no tiene una solución expeditiva para acabar con esta pandemia. Todos sabemos lo que habría que hacer, que suele ser justo lo contrario de lo que hacen los responsables de tomar decisiones al respecto. Todos padecemos, en fin, el ... síndrome de Casandra, esa maldición mitológica según la cual nuestras advertencias alarmistas están condenadas a no ser tomadas en consideración por nuestros semejantes.

Publicidad

Si me permiten el descenso a lo personal, a mediados de mayo conjeturé que en la primera quincena de agosto asistiríamos a una expansión masiva y descontrolada de los contagios. No es que sea uno adivino ni nada similar. Para ese pronóstico bastaba con sumar 2 y 2, como quien dice. Por desgracia, el curso de los acontecimientos me ha dado la razón, lo que no quiere decir que haya acertado; simplemente aventuré lo obvio, que es algo diferente del acierto.

A pesar del empeño de nuestras autoridades por fomentar una ficción de tranquilidad, las cosas van muy mal y es posible que vayan a peor, dado que el concepto de 'nueva normalidad' se ha revelado como una absoluta falta de normalidad, tanto de la antigua como de la nueva, por no decir que se nos presenta como una anormalidad sucesiva, sujeta no al patrón que marquemos artificiosamente al curso de la pandemia, sino al patrón que la pandemia nos marque. Estamos a expensas, en definitiva, de lo que el virus decida hacer con nosotros, no a lo que decidamos hacer con respecto al virus. Esa es la cadena de mando, por más que nos hagamos la ilusión de ejercer un control tanto político como sanitario sobre algo que, al menos de momento, no admite control alguno.

Estamos en la carrera acelerada de la vacuna, convertida en una especie de competición de los orgullos patrióticos más que en una experimentación estrictamente científica. Con todo, habrá que pararse a pensar en que, una vez aprobada para su uso, quedará por delante otra cuestión: el acceso a esa vacuna, que por fuerza habrá de ser menos universal que selectivo.

Publicidad

En este complicado pandemonio, ni siquiera los negacionistas de la pandemia parecen estar felices. En una reciente concentración celebrada en Madrid, muchos de ellos coreaban: «Queremos ser normales, no subnormales», lo que no deja de ser una reivindicación muy justa: sólo pedían ser normales, no lo que demostraban ser.

El horizonte otoñal se nos presenta menos incierto que inquietante, porque la incertidumbre no está lejos de la certidumbre: todo apunta a que la pandemia volverá a la casilla de salida. En cuanto a la vuelta a las aulas, milagro será que no acabe siendo una vuelta inmediata a casa. Pero ojalá Casandra se equivoque.

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Accede todo un mes por solo 0,99€

Publicidad