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Los jueces, aunque conforman uno de los poderes del Estado, poseen también la condición de funcionarios públicos y están adscritos al Ministerio de Justicia. En la mayoría de los países, las decisiones relativas a sus destinos, vacantes, régimen disciplinario…. las adopta el Ministerio de Justicia, ... como sucede con los funcionarios de cualquier otro ministerio. En el caso de España, la Constitución de 1978 introdujo como novedad que estas decisiones dejaría de adoptarlas el ministerio, es decir, el Gobierno y las adoptaría un Consejo del Poder Judicial. Un consejo que está compuesto en la actualidad por jueces designados por una mayoría cualificada del Parlamento, de forma que el Gobierno tenga que consensuar con la oposición quiénes son las personas más adecuadas.
«Hecha la ley, hecha la trampa»: los partidos se apresuraron a buscar la forma de defraudar el objetivo de autonomía que perseguía la ley. El fraude de ley consiste en respetar la letra de la ley, pero vulnerando su espíritu. En nuestro sistema, existen multitud de instituciones cuyo nombramiento no está al arbitrio del Gobierno, sino de mayorías parlamentarias más amplias (Tribunal Constitucional, Consejo de Estado, Consejo de RTVE…). Lo mismo sucede en el ámbito autonómico (Tribunal Vasco de Cuentas, Consejo de EITB…), y en el municipal (organismos públicos, consorcios, sociedades…). En todos y cada uno de los espacios se ha impuesto la selección en fraude de ley, mediante el sistema de cuotas de partido -«pasteleo»-. «En lugar de consensuar las personas más idóneas profesionalmente, más independientes y más insobornables, cada partido propone un cupo de 'leales'.
Si el problema no está en la redacción de la ley, sino en el fraude de esta, la solución no está en rectificar la ley para buscarle a renglón seguido una nueva utilización fraudulenta. Se puede rectificar la ley y seguir practicando el fraude y se puede dejar de practicar el fraude sin necesidad de rectificar la ley. Por ejemplo, mediante un acuerdo entre los partidos para realizar la selección no mediante cuotas de designación, sino mediante cuotas de descarte: se hace un listado de todos los candidatos aptos y cada formación puede rechazar un número de candidatos proporcional a su peso parlamentario. Tras varios procesos de descarte, quedan los candidatos definitivos. Ningún partido los ha colocado, ni están en deuda con nadie. No existen los procedimientos perfectos, ni ese lo sería, porque la independencia de las personas no se puede garantizar sólo con un sistema de designación; pero al menos limitaría el fraude que supone el hecho de que cada consejero judicial pueda ser directamente identificado con el partido que lo ha propuesto.
Para ello no es necesaria ninguna reforma de la Constitución, ni de ninguna ley. Sólo es necesario que los partidos y las instituciones recuperen el respeto de sí mismos. No es probable que lo hagan de motu proprio y resulta imprescindible la presión ciudadana y la exigencia contundente de regeneración.
La solución tampoco está en que los jueces elijan al Consejo General por ellos mismos, ya que ello significaría fomentar el corporativismo, la falta de transparencia y control externo y supondría también eludir la obligación de que los máximos responsables de una Administración pública deban rendir cuentas ante la ciudadanía y sus representantes electos. El nombramiento por una mayoría parlamentaria cualificada no es el problema, y las enfermedades no se curan sin intervenir sobre la parte dañada. Y la parte dañada en el nombramiento de las instancias independientes y de las altas magistraturas es la utilización por los partidos de sus cuotas de representación popular como espacios de poder con los que pagar lealtades.
Cuando se pierde el respeto a uno mismo se ha perdido todo. Y los partidos y las instituciones se pierden el respeto a sí mismos día tras día. Si quienes son responsables de garantizar el respeto de las reglas las defraudan, ¿qué crédito les queda y qué respeto pueden esperar de la ciudadanía? El respeto de las reglas y de los procesos es el gran dique de contención contra el caos y la barbarie.
Si hoy nos despreocupamos de estas cosas, si las consideramos meras formalidades; si, como hacen los partidos, cada uno en nuestro ámbito de influencia más limitado dejamos que se imponga el amiguismo, el corporativismo y las influencias sobre la valía humana, estamos allanando el terreno sobre el que crecen los Trumps, los Putins, los Bolsonaros. Si los partidos no recuperan el respeto de sí mismos y persisten en prácticas generalizadas de fraude de la ley y de clientelismo, el descrédito de las instituciones crece y se abona el terreno para males mayores.
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