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El PSOE ha denunciado ante la Fiscalía General del Estado el numerito de la piñata en la Nochevieja pasada ante la sede de Ferraz. Las imágenes del muñeco increpado, apaleado y desgarrado en una especie de aquelarre en contra de los pactos de Sánchez con ... radicales y secesionistas extremos, martillearon en las televisiones una y otra vez ofendiendo cualquier sensibilidad democrática. La representación legal del partido socialista ha reaccionado con gran energía y despliegue argumental a lo largo de cincuenta folios de descripción, valoración, conjeturas y acusaciones que van desde incitación al odio, amenazas, injurias, desórdenes públicos, hasta manifestación ilícita. Y, remata la denuncia, adelantándose a la coartada habitual de todos los acusados de presuntos delitos similares, que estos hechos no pueden ser amparados por el derecho a la libertad de expresión.
En el ambiente políticamente enrarecido en el que se ha producido este espectáculo ominoso han llamado la atención dos circunstancias. Una, que los socios de Sánchez en la investidura le han dejado solo ante el peligro y, la segunda, que un PSOE habitualmente tibio a la hora de reprobar hechos similares como aquella foto de Abascal en Castellón boca abajo y con manchas de sangre simulando disparos, ha saltado como un resorte activando toda la artillería judicial. Aquí no vale ese digno propósito de des-judicializar la política. ¿Que pretenden el PSOE y el Gobierno con una denuncia tan contundente cuyo desenlace, normalmente, se quedará en agua de borrajas? Los socialistas saben mejor que nadie los dañinos efectos de la demonización, señalamiento, caricatura, del político, de la sigla o de la ideología.
La violencia física o verbal tiene unos efectos duraderos sobre la opinión pública. Y paradójicos, porque en contra de lo que pudiera parecer la víctima acaba convirtiéndose en objeto de sospecha. En presunto culpable. Como si su propia existencia o su línea política o ideológica, al fin y al cabo, fuesen la raíz, la explicación, el germen o la causa de las agresiones que sufren. El caso, precisamente de VOX, de Santiago Abascal y por extensión de la derecha es ilustrativo. Y los socialistas se han afanado con esmero durante años en la tarea de marcar al dirigente ultraconservador de Amurrio. Para una gran parte de la opinión política Abascal es una amenaza, un maligno, un leviatán. El mismo gesto de no recibirlo en Moncloa es un mensaje que tiene una carga de violencia gestual, de postergación, muy significativa. Es como si no lo considerase un político democrático.
Los socialistas saben muy bien el peligro de ser ellos objeto de esa demonización insoportable en una sociedad políticamente civilizada. Por eso quieren cortar por lo sano antes del que se generalice ese tipo de espectáculos que pueden deshacer en pocas semanas el trabajo de imagen de años.
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