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Desde hace años, por estas fechas, siempre saco un hueco para viajar a Roma. No muchos días: dos o tres, como máximo. Lo suficiente para recordar por qué es la ciudad más fascinante y bella del mundo, aunque la Historia, que ha padecido acaso con ... la intensidad de ninguna otra, se haya ensañado con ella y haya reducido a ruinas tantos de sus antiguos prodigios. No es óbice tampoco para admirarla que las autoridades municipales y el descuido de los propios romanos la mantengan siempre sucia, deslucida y, dependiendo de los barrios, hasta abandonada.
Quien la conoce y sabe lo que esconde no puede reprimir la emoción al volver a ella. No hace falta ponerse delante de alguna de sus maravillas, ya sea uno cualquiera de las dos docenas de Caravaggios que atesora, una de las esculturas de Bernini o una de las obras maestras de la Antigüedad que se custodian en los Museos Vaticanos. Basta con saberlos ahí, aunque no los estés viendo, mientras paseas junto a los foros, por la Piazza Navona o por las alturas apacibles del Gianicolo, para que el hechizo de Roma se apodere de tu espíritu y no puedas librarte de él. Son tantas las almas grandes de las que guarda huella, que el aire mismo tiene una consistencia particular e inconfundible.
Este año, por razones evidentes para todos, el viaje no ha sido posible. O mejor dicho: no ha sido posible desplazar hasta allí el cuerpo para dejarle aspirar por sí mismo el aire romano. Para compensar la falta, he recurrido al viaje imaginario, ese del que habla Louis Ferdinand Céline en el arranque de su 'Viaje al fin de la noche', nada casualmente citado al comienzo de 'La grande bellezza', de Paolo Sorrentino, que ha sido la forma de ir a Roma este año de pandemia, encierro y vuelos cancelados.
No hay mejor guía de Roma que el irónico y descreído Jep Gambardella, el protagonista de la obra maestra de Sorrentino. Un 'bon vivant' a primera vista cáustico pero en el fondo sensible y bondadoso. Sus frases cargadas de ingenio y humanidad son en estos tiempos de crispación e incertidumbre la mejor de las terapias. También su sano escepticismo frente al maximalismo airado, como el que representa Stefania, su amiga comunista a la que sus ideas marxistas no le impiden llevar un tren de vida de millonaria. Según le suelta Jep, en una secuencia memorable, qué sentido tiene ponerse estupendo, sabiendo que todos somos seres mezquinos, rotos y fracasados: lo sensato es distraerse, darse afecto y dar a los demás las menos lecciones posibles.
Ya que no podemos ir a Roma, menos mal que existe Jep.
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