Ciudad de tamaño medio. Amanece. A esta hora, casi todos vamos al trabajo. Llevamos años cruzándonos los unos con los otros. Antes, nos decíamos buenos días. Desde hace un tiempo, nos dedicamos frases de ardor guerrero. «Vamos a la lucha», arenga una funcionaria. «A ver ... si sobrevivimos hoy», se anima una maestra. «Empieza la pelea», anuncia un director de banco. «Venga, al lío», empuja un agente de seguros… Olvidaba especificar que no se trata de una ciudad ucraniana, sino española, pero los términos con que nos saludamos al amanecer son bélicos: combate, brega, batalla. También lanzamos consignas de resistencia: «Mucho ánimo, Petra… Aguanta, Manolo, aguanta…».
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¿Trabajamos en trincheras, nos atacan sin piedad, nos cercan mercenarios? En realidad, no. Nuestros despachos y oficinas tienen buena climatización, nos sentamos en sillas ergonómicas y dentro de un rato saldremos a tomar café para hablar de nuestros planes para Semana Santa y de la lentitud de la semana. «Que llegue el viernes ya», rogamos. Vista así, la vida laboral es una guerra cruel y sanguinaria que se celebra de lunes a viernes entre ejércitos que sueñan con la tregua del fin de semana.
Si nos trasladamos a la política, la situación es parecida: una confrontación sin misericordia en la que unos dicen luchar contra el fascismo que viene y otros, contra el comunismo que llega. Pero sales a la calle y no hay mesa en los restaurantes, los teatros están llenos y se forman colas en las rebajas. De estas guerras nuestras, ficticias y dramatizadas, se mofa este año el carnaval, que se ha convertido en un acto de cordura y sensatez porque emplea el arma más eficaz para luchar contra el alarmismo: la ironía.
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