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Intromisión
Marisol Ortiz de Zárate | Escritora ·
El ruido es el protagonista de las campañas electorales. Se emiten tantos decibelios como el planeta emite gigatoneladas de CO2 y no reconocerlo es otra forma de negacionismoSecciones
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Marisol Ortiz de Zárate | Escritora ·
El ruido es el protagonista de las campañas electorales. Se emiten tantos decibelios como el planeta emite gigatoneladas de CO2 y no reconocerlo es otra forma de negacionismoDice Leon Tolstói en la primera frase del primer capítulo de la novela capital que es 'Ana Karenina': «Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero cada familia infeliz tiene un motivo especial para sentirse desgraciada». Tal vez en la Rusia decimonónica de ... grandes contrastes socio-económicos y culturales a la que perteneció Tolstói hubiera familias consideradas felices por definición, y tal vez fueran parecidas unas a otras en sus características de fortuna y bienestar, pero hoy en día ya nadie se cree eso. Cada familia feliz -si es que en justicia se puede catalogar como 'feliz' a un conjunto familiar, dado que la felicidad es selectiva, efímera y escurridiza- es feliz a su manera y cada manera es diferente. Pero aunque la frase del gran escritor ruso no refleje una verdad absoluta, recurro a ella ante la inminencia de la próxima campaña electoral -que es a dónde yo quería llegar- por el valor que tiene esa frase al llevar implícita la esencia de toda la monumental novela. Del mismo modo, y según mi punto de vista, también la esencia de lo que representa una campaña electoral para el ciudadano puede concentrarse, no ya en una frase, sino en una sola palabra: intromisión.
Y es que diversos estudios sociológicos sobre el impacto emocional de las campañas sacan a relucir términos peyorativos como hartazgo, confusión, inseguridad y hasta espanto a ser elegido miembro de mesa, pero, de entre todos, el de intromisión me parece el más adecuado y completo.
Una campaña electoral es, en términos de comportamiento humano, un proceso de comunicación en el que el emisor y el receptor no están en igualdad de condiciones puesto que no pueden intercambiar sus papeles, como sucede en otras formas de comunicación. Una campaña electoral es demagoga y falsa, dado que el afán principal del emisor no es comunicar, sino predominar; no es intervenir, sino influir; y no es informar sino embaucar al receptor que tiene las manos atadas. Durante la campaña, los ciudadanos somos meros sujetos pasivos, el blanco de la caseta de feria que recibe los tomatazos sin posibilidad de defenderse, los depositarios mudos de un discurso que conocemos y escuchamos infinitas veces, las víctimas atrapadas por la charla totalitaria de un conversador rollero.
El propagandismo nos supone, pues, una experiencia inmersiva de anuencia obligatoria, como el huroneo del perito del seguro intentando encontrar en tu casa la avería del vecino: te molesta, pero tienes que dejarle entrar. Este tipo de agresión son las campañas electorales, con la particularidad de que esta se nos antoja larguísima, y en ella los líderes de los partidos, durante los siete meses que puede decirse que dura, no han hecho nada más que trabajarse el voto. A partir del próximo 1 de noviembre, con más empeño si cabe, manifestarán la lucha por el escaño a golpe de retratos, de papel impreso, de tuits, de prime-time televisivos o radiofónicos y, por supuesto, a golpe de decibelios.
Porque el ruido es el protagonista de las campañas. Una campaña emite decibelios como el planeta emite gigatoneladas de CO2, y no reconocerlo es otra forma de negacionismo. Los estrategas que las diseñan saben que vivimos en la era del ruido y saben además que una formación sin ruido quedaría condenada a la invisibilidad, que es lo mismo que decir a la extinción, como el hacha de madera se extinguió en la era de los metales. Pero esta vez han ido demasiado lejos y ante el miedo al empacho ciudadano, la próxima campaña durará ocho días en lugar de los 15 reglamentarios con el fin de conservar al votante y que no se convierta en una especie en vías de extinción. Si esto ocurriera, si esto fuera más allá del puro tremendismo subjetivo, el sistema democrático se desmoronaría. 'Si no hubiera ninguna bruja, ¿quién querría ser diablo?', dijo Mefistófeles a las Lamias.
Ante tales atropellos, ¿sería posible que las nuevas generaciones -mucho más preparadas y concienciadas- decidieran rebelarse ante la ofensa que supone la intromisión electoralista y, siguiendo el modelo Greta Thunberg, se formara un movimiento de masas? Desde aquí colaboro con mi tímido manifiesto: no queremos esgrimir el socorrido 'no gracias' o 'lo siento, voy con prisa' cuando el político nos aborda en la calle con un bolígrafo de propaganda y un folleto. No queremos escuchar musiquillas pegadizas de verbena que a menudo se solapan. Rechazamos el gasto de campaña -se habla de 140 millones de euros- y el exceso de papel en los buzones… Y así hasta llenar un pliego entero. (Cierto que ahora uno puede pedir que le excluyan de recibir propaganda rellenando un sencillo impreso o por vía online).
Y lo mismo que las relaciones de género están experimentando una profunda transformación a partir del esfuerzo feminista, también para aminorar el impacto de las campañas -que en otros países son todavía más largas y más caras- se necesitaría un movimiento MeToo cuyo hashtag podría ser #nolosoportamos, se me ocurre, u otro eslogan parecido.
Tengo un amigo, muy crítico él y algo cínico, que a menudo esgrime una máxima sin adjudicarse su autoría: «No me fastidia que me mientas, sino que creas que te creo». Opino que, como la frase de Tolstói, reúne la esencia de todo lo que aquí se ha dicho.
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