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Hubo un tiempo en el que los que no vivíamos en Cataluña mirábamos con admiración y envidia a Barcelona. Mientras que el resto del país vivía un final triste y gris de la dictadura, parecía que en Barcelona ya estaban tocando la libertad con la ... punta de los dedos. Para mi generación Barcelona fue la ciudad abierta, la ciudad donde se asomaba la modernidad de Europa: libre, culta, mixta y cosmopolita. El centro mundial de la literatura en español estaba allí. Admirábamos, también, muchas virtudes en la clase política catalana: su moderación, su ‘seni’, su sentido práctico y su capacidad de pacto.
Hoy parecen cosas no ya del pasado, sino de otro mundo. En Cataluña ha crecido una clase soberanista rapaz y provinciana. Una clase política que ha demostrado una incapacidad radical para la gestión de la administración pública pero terriblemente eficaz para crear un amplio tejido clientelar, encerrado en sí mismo. Un amplio colectivo de militantes han hecho del soberanismo su único objetivo político financiado por la Generalitat. Hoy, cuando con una tremenda irresponsabilidad están conduciendo a media Cataluña al abismo, estamos debatiendo sobre la posibilidad de celebrar o no un referéndum. Yo creo que lo grave no es el referéndum, sino que han dinamitado el sistema democrático y están avanzando con descaro por la vía del totalitarismo.
Al fin y al cabo, que un país democrático se divida en dos países igualmente democráticos es algo que en principio no se puede negar, aunque no encuentro razones para ello. Pero los soberanistas catalanes no están rompiendo con España, están rompiendo con la democracia. Y esto sí que me parece muy grave; los soberanistas quieren construir una república totalitaria en la que más de la mitad de la sociedad catalana queda sometida a esta clase política mediocre y de boina calada (bueno, barretina). Una sociedad en la que los derechos y libertades de una sociedad democrática y representativa desaparecen, y un grupo incapaz de competir en libertad e igualdad con otras propuestas políticas asume todo el poder político.
Estos soberanistas están anulando la movilidad social de los que no son de los suyos. Están creando una muralla interna invisible pero eficaz que separa a los suyos de los otros, condenando a estos al silencio oficial y la marginación social y económica. Esta masa militante, sin vida civil ni laboral, que se ha alimentado en los puestos públicos y de la multitud de asociaciones y fundaciones, quiere dar ahora el asalto final para hacerse con todo el poder en exclusiva. En democracia se puede hablar, e incluso negociar, un referéndum, pero nunca se puede asumir dinamitar la democracia misma, y es lo que están haciendo los soberanistas en Cataluña.
Esta pasada semana con dos plenos terribles se han quitado la careta; han pisoteado todas las normas del parlamentarismo libre amordazando a la oposición. Pero, además, nos dicen que van a seguir haciéndolo. La Ley de Transitoriedad, en la que definen la nueva república, es el certificado de que su totalitarismo no termina con el referéndum. Sólo dos apuntes: la independencia del Poder Judicial. Para empezar, todos los jueces que no tengan una antigüedad de más de tres años son automáticamente expulsados y tienen que solicitar el ingreso de forma individual. La Comisión Mixta de la Sala de Gobierno del Tribunal Supremo, que tiene la facultad de nombrar todas las presidencias de las diferentes salas y controlar los procesos selectivos para el ingreso en la carrera judicial, está compuesta por 10 miembros. El presidente del Supremo, que previamente ha sido nombrado por el presidente de la Generalitat, el consejero del ramo de la Generalitat, cuatro miembros nombrados directamente por la Generalitat y cuatro miembros elegidos entre los miembros de la Sala de Gobierno del Supremo. El Gobierno designa un mínimo de seis sobre diez. La Unión Europea amenazó con abrir expediente a Polonia por una ley parecida. Aunque lograran ser aceptados en la Unión se les expulsaría por no respetar los estándares democráticos de la UE. Ya puestos, podrían haber puesto que es el Consejo de Gobierno la Sala de Gobierno de los jueces.
Segunda cuestión: cómo se aprueba la nueva Constitución. Esto ya rompe la democracia en los propios cimientos. Una vez efectuado el referéndum, y sin convocar nuevas elecciones, se pone en marcha un proceso participativo, con diferentes asociaciones sectoriales y territoriales, junto a partidos -«la sociedad civil organizada» lo llaman (¡cómo suena a la democracia orgánica franquista!)- para «que en un plazo de 6 meses hagan una propuesta de Constitución, que tiene valor vinculante para la Asamblea Constituyente. Seguidamente se convocan elecciones que dan como resultado la Asamblea Constituyente, que deberá aprobar, obligatoriamente, las propuestas del proceso participativo.
Resumiendo: la Asamblea de parlamentarios elegida por la ciudadanía no tiene poder ni libertad para decidir lo esencial de la nueva Constitución. No podrían estar en la Unión, no sólo porque un nuevo estado debe solicitar el ingreso desde cero, sino porque la Unión Europea no puede aceptar integrar a un estado totalitario no democrático. El Estado va a tener que actuar en Cataluña con firmeza si los soberanistas siguen en su locura, no sólo para impedir una secesión unilateral, sino por una razón mucho más fuerte: para defender la libertad y la democracia para toda la ciudadanía de Cataluña.
Quedan menos de veinte días para el desastre, roguemos a todos los dioses para que a la ilegalidad no se sume la violencia.
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