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La política es uno de los asuntos que más odio genera. Y paradójicamente también más humor. Se está evidenciando con claridad ahora más que nunca. Con la particularidad de que en muchos momentos el humor, en lugar de ayudar a la distensión, provoca sentimientos de ... humillación y repulsión. No hay más que echar un vistazo a las redes sociales y a las denuncias de incitación al odio. Un concejal de San Joan de Vilatorrada se fotografió al lado del guardia civil que protegía la consejería de Gobernación de Barcelona luciendo una nariz roja de payaso. Ha sido llamado a declarar por presunto delito de incitación al odio. Esa instantánea sintetiza la extraña mezcla de humor y odio que nos invade. El humor se ha convertido en un instrumento imprescindible al servicio de las posiciones políticas. Por ejemplo, Tabarnia. La ficción de nación catalana y española dentro de la república de Puigdemont que se han inventado unos cuantos con Boadella a la cabeza no le ha hecho ninguna gracia a los independentistas. El humor para serlo de verdad tendría que ser transversal y las cosas no van por ahí. La televisión (¿pública?) catalana TV3 ya vio el peligro de que su audiencia independentista no entendiera la broma y el día que el cómico de Els Joglars hizo la parodia de la toma de posesión como presidente de la nación tabarnesa no tuvo el humor de incluirlo en su Telenoticies.
Pero como el chiste se había convertido en el tema más comentado de la actualidad los responsables de TV3 dieron en directo la contrapartida en que Jordi Albá contestaba a Boadella con un corte de mangas y una pedorreta. Es lo que está pasando con la fiebre emocional que está alcanzando a la política como nunca antes. Ya solo hace gracia cuando las bromas tratan de «los otros». Y cuando el humor se hace a costa de políticas con las que nos identificamos se interpreta como una agresión. Tradicionalmente el humor ha sido un vehículo para la transgresión. Para librarse de lo políticamente correcto y relativizar la trascendencia de los dirigentes políticos. La imagen de Puigdemont encadenado a una guillotina medieval y «condenado» por la chirigota de turno a la ejecución en el Carnaval de Cádiz, no ha sentado nada bien en medios y tuiteros de su cuerda. Los términos de la denuncia se están repitiendo en una y otra dirección: «Delito de odio camuflado a través del humor». Pero no levantaron la mano con las bromas sobre «puta España» o cuando un invitado en un programa de humor disparaba contra la caricatura del Rey. Algunos han descubierto que el «humor» puede ser un instrumento de provocación más eficaz que las arengas políticas. Y funciona a la perfección para quebrar la credibilidad del otro; generar desánimo en el adversario y atacar su autoestima. Ya no queda apenas rastro del humor que genera empatía, quita dramatismo y baja al suelo. La frontera entre humor y odio cada vez es más delgada.
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