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Recuperándome de la resaca electoral aprisa y corriendo, porque ya estamos surfeando sobre otra oleada en este mes de mayo, he decidido echar la vista atrás y zambullirme en la historia, ya que no se puede entender el presente sin conocer el pasado. Así, me ... he enterado de que, según la Unesco, el primer parlamento del mundo se celebró en la localidad de San Esteban de Gormaz, Soria, en 1187 y fue convocado por el rey Alfonso VIII de Castilla para decidir el matrimonio de su hija Berenguela con el príncipe Conrado, hijo de Federico I Barbarroja, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico y de barba muy roja como podíamos intuir.
En esas cortes se reunieron 50 representantes de las principales ciudades de Castilla. Por cierto, este Federico Barbarroja murió ahogado en el río Saleph en Anatolia durante la Tercera Cruzada y nunca se supo la causa de su muerte, era un buen nadador. Bueno, pues como no querían dejar el cadáver del emperador olvidado en tierras tan lejanas, se les ocurrió una técnica de conservación que me sorprendió, le metieron en vinagre, como los boquerones, y así se lo llevaron hasta Jerusalén en perfecto estado. Un año después, 1188, Alfonso IX del León convocó en la Colegiata de San Isidoro de la capital leonesa a los nobles y los burgueses más ricos, y fue a partir de esta convocatoria cuando a las cortes se les llamaron Cortes. El primer parlamento inglés, que yo pensaba que había sido el primero, se celebró años más tarde, en 1264.
También en mayo de 1945, el día 8 a las 22.43 en Europa central, y a las 0.43 del día 9 en Moscú debido a la diferencia horaria, la Alemania nazi firmó su rendición incondicional poniendo fin a la Segunda Guerra Mundial en Europa; en el Pacífico el final llegaría en agosto de ese mismo año, tras los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki. Unos días antes, el 30 de abril, en el búnker de la Cancillería del Reich en Berlín, se suicidaban Adolph Hitler y Eva Braun, que había vuelto voluntariamente para quedarse con él y compartir el final, lo que no deja de ser romántico. La noche del 29 de abril, poco después de media noche, Hitler y Eva Braun se casaban ante Walter Wagner, funcionario de segunda fila y concejal de la ciudad, luego todos los que estaban allí celebraron una pequeña fiesta. Al día siguiente, Hitler, como siempre, comió a la 1 con sus dos secretarias y su dietista; el menú consistió en pasta con tuco, salsa de tomate de especias y verduras típica de Hispanoamérica, era vegetariano. Estaba tranquilo. Después de comer, se despidió de ellas. Entonces apareció Eva Braun, llevaba un vestido azul con adornos blancos.
A pesar del intento de Magda Goebbels de convencer al Führer para que se fuera de Berlín y continuara dirigiendo la guerra desde el cuartel general de Berchtesgaden en los Alpes de Baviera -«la montaña de Hitler»-, él rechazó otra vez esa idea y se retiró a su despacho. Eva Braun le siguió casi inmediatamente. Eran cerca de las 15.30 horas. Otto Günsche, su asistente personal, montó guardia delante de la puerta. Solo se oía el zumbido del ventilador diésel. Después de diez minutos en los que no se escuchó ningún ruido dentro de la habitación, el criado Heinz Linge y Martin Bormann, su secretario, entraron en el despacho. Hitler y Eva estaban sentados en el pequeño sofá que había allí. Ella se había desplomado hacia la izquierda y olía intensamente a almendras amargas, el olor del ácido prúsico, es decir, del ácido cianhídrico, componente del gas Zyclon B de las cámaras de gas. La cabeza de Hitler tenía un agujero de bala en la sien derecha, del que goteaba sangre. En el suelo estaba su pistola, una Wlather de 7,65 mm.
Enseguida, como había ordenado el Führer, llevaron los cadáveres al jardín de la cancillería y los colocaron uno al lado del otro, Eva a la derecha de Hitler. El bombardeo de la artillería soviética era intenso. Echaron gasolina rápidamente sobre los cuerpos. Sin embargo, las cerillas que había proporcionado Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda, que unas horas mas tarde se suicidaría con su mujer después de dormir con morfina y matar con una ampolla de cianuro a sus seis hijos, no se encendían. Cuando estaban a punto de lanzar una granada, Linge consiguió hacer una antorcha con un trozo de papel y prender fuego a los cadáveres. Enseguida y a toda prisa, se refugiaron en el interior del búnker.
Hacia las 18.00 de ese día, se acercaron a ver cómo estaban los cuerpos, los vieron quemados, destrozados por el bombardeo y mezclados con los restos de otros cadáveres del hospital de la Cancillería, que los habían sacado también al jardín. Nueve días después, el Ejército soviético guardó en una caja de puros los únicos restos encontrados de Hitler y Eva Braun, parte de la mandíbula inferior de Hitler y dos puentes dentales, uno del Führer y otro de Eva, como confirmó Fritz Echtmann, ayudante del dentista de Hitler. Y así, en una caja de puros, acabó aquella terrible historia.
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