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Este es un país que para conocerse a sí mismo necesita la mirada del extranjero. Lo que sabemos de España, lo que tenemos instalado en nuestro mapa cognitivo acerca de esto que tan reveladoramente muchos llaman 'el Estado' por no usar su nombre propio, es ... un conjunto de datos y de intuiciones que generalmente nos viene dado de segunda mano, a través de las impresiones de quienes nos visitan. Será porque el turismo nos da de comer. Pero mucho antes de la popularización de los desplazamientos de recreo masivos, España ya gozaba de una fama de doble signo fabricada por sus visitantes. Unos construyeron la leyenda negra, ahora desmentida por buenos argumentos por historiadores como Elvira Roca. Otros avivaron la fantasía de un país idílico, vitalista y feliz, impresión que también han puesto en cuarentena algunos acontecimientos no lejanos de infausta memoria. De ambas tradiciones la triunfante es, sin embargo, la segunda. El último representante de esta corriente aduladora es un pianista inglés, James Rhodes, autor de unos escritos que han circulado las pasadas semanas con mucho éxito por las redes sociales y los foros de opinión. La suya es una descripción amable, graciosa, emotiva y cómplice de una tierra plagada de maravillas que parece estar descubriendo a cada paso desde que determinó establecerse en ella. La fundamenta en un rosario de pequeños placeres de 'bon vivant' que van del hábito de la merienda-cena a las croquetas de un secreto figón madrileño y de la abundancia de personas que se llaman Javier a la amabilidad de los taxistas. Pero de lo que en realidad habla Rhodes en sus artículos es de él mismo, de un hombre que después de andar dando tumbos de aquí para allá ha ido a parar a un lugar donde se encuentra a gusto. No es, pues, la realidad objetiva lo que realmente despierta su entusiasmo, sino la percepción interior de un estado de ánimo positivo que él atribuye a su estancia en España. Ubi bene, ibi patria, dijo el clásico. La patria está donde nos sentimos bien. En el fondo el hispanismo anglosajón de todas las épocas consiste en eso: en el hallazgo de un paisaje reconfortante. A partir de esa sensación el hispanista, llámese Brenan o Hemingway, Irving o Rhodes, se desliza por un campo de hipérboles muy halagador para los lugareños. Y entonces se produce el idilio entre el viajero asombrado y el indígena embellecido, quien acostumbrado como está a flagelarse recibe las alabanzas como un bálsamo. Una cosa es que la autocrítica masoquista y descarnada sea el deporte nacional y otra que los de fuera vengan a denunciar nuestras miserias, instante en el que el genio nacional se alza en armas como un solo hombre. De ahí la buena acogida de las carantoñas de Rhodes hacia lo nuestro. Aunque su visión de lo español parezca sacada de un rancio folleto turístico destinado a amigos de la paella y la siesta.
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